Paquete inesperado: cómo un envío selló el fin de un matrimonio

**Corona para la viva: cómo un paquete acabó con un matrimonio**

En la cocina olía a croquetas recién fritas cuando llamaron a la puerta. Elena, sin siquiera quitarse el delantal, abrió y se encontró con un joven repartidor.

—¡Buenos días! Su paquete —dijo con energía.

—¿Qué paquete? Yo no he pedido nada —respondió sorprendida.

—¿Piso décimo? —preguntó él.

—Sí.

—Entonces es correcto.

La mujer firmó con duda en el formulario y recibió una caja grande. Al abrirla, la sangre se heló en sus venas. Dentro había una corona fúnebre. No una decorativa, sino auténtica, con una cinta negra donde se leía su nombre.

El remitente no aparecía. Solo un mensaje siniestro: *«Descansa en paz, Elena»*.

—¡Hay que odiar mucho a alguien para mandarle una corona a su casa! —susurró después, con la voz temblorosa.

Su marido, Javier, lo restó importancia:

—¿Por qué asumes que fue mi madre? ¡Si te quiere!

—¿Quererme? ¡Ni siquiera dice mi nombre! —recordó Elena con dolor.

Y era cierto. A su futura suegra no le gustaba nada de ella: su estatura («como un metro de espaldas»), su trabajo de recepcionista, sus vestidos modestos. Elena se esforzaba, cosía su propia ropa, era educada, pero solo recibía desprecios y comentarios ácidos.

—Mira este desastre —murmuraba Carmen a su hijo—. ¡No sabe hilar dos palabras!

Él callaba, fingiendo que todo estaba bien. Pero su silencio era complicidad. Su madre se permitía cada vez más, aunque vivían en el piso de Elena.

Cuando ella sugirió alquilar su casa y buscar un lugar que contentara a su suegra, la mujer rechazó todas las opciones. Con gritos, reproches y drama. Mientras, Javier tomaba su té en silencio.

Si la corona no funcionó, llegó el siguiente paso. De pronto, él encontró calzoncillos de hombre en el altillo.

—¿Vas a explicarme esto? —preguntó, sosteniéndolos.

—¿A ti no te parece raro? ¡Ni con una silla llego ahí!

Las llaves las tenía su suegra. Todo cobró sentido. Pero Javier calló. Otra vez.

El siguiente «regalo» fue un cubo de arándanos. Su suegra se lo entregó con una sonrisa:

—¡Vitaminas para mi nuera!

A la mañana siguiente, Elena encontró dentro… una culebra viva, aterida por el frío de la nevera. Por suerte, Javier lo vio. Claro, no creyó que fuera intencional: «Se habrá colado, cosas que pasan».

Más tarde, halló bajo la cama una muñeca con agujas clavadas. La situación parecía de mala película. Y aún así, aguantó. Por amor. Por creer que su marido era su protección, no solo un hijo obediente.

El final llegó por casualidad. Elena volvió antes del trabajo y los pilló juntos. En su propia casa.

Los echó. Rápido. Sin miramientos. En calcetines, como se dice.

Él intentó justificarse:

—¡Ella vino sola! ¡No planeé nada!

Pero Elena ya no creía en nada. Menos cuando supo que la «invitada» era sobrina de una amiga de su suegra. Demasiado obvio.

Tres años aguantó. Otros no hubieran durado ni tres meses. Pero ella tuvo esperanza.

¿Y Javier? Volvió con su madre. ¿Adónde más?

Pero ahí le esperaba una sorpresa. Su madre tenía un romance. El último amor, resulta, puede ser más intenso que el primero. Y no en su casa, sino en el minipiso de su nuevo novio. Carmen, sin techo pero con amor.

¿Ironía del destino?

La moraleja: cuidado con lo que deseas. A veces se cumple… pero no como imaginabas.

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