Papi, prometo comer muy poquito. No me lleves al orfanato, por favor” — suplicaba la niñita mientras se secaba las lágrimas

Papi, comeré muy poquito, no me lleves al orfanato suplicaba la niña, enjugando lágrimas con manos temblorosas.
En un pequeño pueblo andaluz, donde el sol achicharraba las calles polvorientas y las casas blancas se apiñaban unas contra otras, vivía una familia humilde. Víctor y Ana, curtidos por la vida, no eran ricos, pero tampoco pasaban hambre. Sus días transcurrían entre el trabajo en el campo, el cuidado de los hijos y las labores domésticas. Todo parecía completo, hasta que un día todo cambió.
Ana descubrió que estaba embarazada otra vez.
Víctor, hombre práctico y calculador, lo consideró una locura. Apenas podían mantener a sus tres hijos, ¿y ahora otro? El dinero no alcanzaba ni para lo básico.
Ana, ¿has perdido el juicio? ¡Ya tienes cuarenta y tres años! Apenas podemos con los que tenemos, ¿y ahora? Víctor buscaba palabras para expresar su decepción, pero Ana se mantuvo firme. Para ella, ese niño tenía que nacer.
Cuando llegó Lola, Víctor ni siquiera fue a recoger a Ana del hospital. El nacimiento de la niña fue como un eco lejano en su vida. Al volver a casa, todo parecía igual, salvo por esa nueva presencia que se perdía entre los demás.
Víctor, ¡mira qué hermosa es! Ana contemplaba a la recién nacida con amor, pero en los ojos de su marido solo había frialdad.
Lola creció a la sombra de sus hermanos mayores y de un padre distante. Las hermanas y el hermano apenas notaban su existencia. Ana intentaba darle todo el cariño posible, pero sus fuerzas tenían límites. A menudo, la niña se quedaba sola, sumergida en sus pensamientos, preguntándose por qué su padre, al que tanto anhelaba agradar, no la miraba.
Soñaba que, si hacía algo especial, él por fin la notaría. A los seis años, aún esperaba que jugara con ella o al menos le hablara. Lo observaba cuando interactuaba con los otros niños, pero él siempre apartaba la mirada.
Papá, ¡mira las moras que he recogido! le dijo un día, acercándose con una cesta llena de fruta.
Víctor frunció el ceño.
Déjalas en la mesa, no tengo tiempo.
Un día, cumplidos los seis años, Lola fue al bosque con su madre a buscar setas. Recolectaba con ilusión las preferidas de su padre, imaginando una cena familiar donde, por fin, él le sonreiría. Pero el destino tenía otros planes.
Empezó a llover torrencialmente. Ana, apresurándose, tropezó con una raíz y cayó. Lola, asustada, soltó el cubo y corrió a casa.
¡Papá, mamá se ha caído! gritó, sin aliento.
Víctor, sentado a la mesa, tardó en reaccionar.
¡No se levanta! insistió Lola, señalando hacia el bosque.
La familia corrió a ayudarla, pero ya era tarde. Los médicos confirmaron que Ana había muerto al instante, golpeándose la cabeza contra un tocón.
A partir de ese día, la vida de Lola cambió para siempre. Víctor, después del funeral, comenzó a culparla.
¡Tú tienes la culpa! le gritaba cuando lloraba en un rincón. ¡Tú la mataste!
Los hermanos mayores, apoyándolo, exigían que se deshicieran de ella. Rodeada de odio, Lola sentía que su mundo se desmoronaba.
Papá, ¡échala! Por su culpa mamá no está decía la hermana mayor, mirando a su padre con resentimiento.
Cuando la abuela de Víctor, testigo de estas escenas, se la llevó con ella, Lola sintió un pequeño alivio. Pero pronto entendió que allí tampoco era bienvenida. Una tarde, escuchó a escondidas una conversación entre su padre y su abuela.
No hay sitio para ella, madre decía Víctor. Tú tampoco estás para criar a otro niño.
Lola se quedó petrificada tras la puerta, cada palabra como un cuchillo.
Pero es tan niña como los demás. ¿Cómo vas a mandarla al orfanato? replicó la abuela.
¿Y cómo alimento a cuatro? respondió Víctor, indiferente.
Sin poder contenerse, Lola entró corriendo.
Papi, ¡yo comeré muy poquito! ¡Por favor, no me lleves al orfanato! suplicó, limpiándose las lágrimas.
Pero él solo giró la cabeza, como si sus palabras fueran aire.
Adaptarse al orfanato fue doloroso. Durante años, Lola esperó que alguien viniera por ella. Hasta que un día entendió: nadie lo haría. Cuando las parejas llegaban a buscar niños, todos corrían con esperanza. Todos menos ella. Si su propio padre la había abandonado, ¿quién más la querría?
Los años pasaron. Cuando Lola cumplió dieciocho y salió del orfanato, decidió volver a casa. En el fondo, anhelaba un gesto, aunque fuera mínimo, de aceptación. Pero la realidad fue más cruel.
Al cruzar el umbral, su hermana mayor, que apenas la reconoció, la recibió con mirada helada.
Lola, aquí no hay nada para ti. ¿Para qué has venido? dijo con voz cortante.
Ella tragó saliva, intentando mantener la compostura.
Esta también es mi casa. He vuelto respondió, aunque su voz quebró.
La hermana soltó una risa fría.
Solo se vuelve donde te esperan. Aquí no te espera nadie. Aquí vivo yo con mi familia y papá. Tú no pintas nada.
En ese momento, apareció Víctor. Se detuvo al verla. Su rostro permaneció impasible, como si mirara a un fantasma. Lola dio un paso hacia él, pero él levantó una mano, deteniéndola en seco.
Sin decir nada, dio media vuelta y desapareció dentro de la casa.
Ella bajó la cabeza y se alejó lentamente. Fue a la tumba de su madre. Después de limpiarla y hablar con ella en voz baja, como si pudiera oírla, tomó una decisión: no pertenecía a ese lugar.
Sin mirar atrás, se fue a la ciudad más cercana.
Sentada en un banco frío en medio de la plaza, Lola se sentía invisible. La gente pasaba sin verla. Las calles bullían de vida, pero ella era una extraña. Apretaba su bolsita, donde guardaba sus pocas pertenencias: algo de ropa y sus documentos. Todo le parecía hostil.
Las horas se arrastraban. No sabía adónde ir. De pronto, la soledad la aplastó, y deseó desaparecer.
¿Señorita, está bien? una voz suave la sacó de su ensimismamiento.
Alzó la vista y vio a un joven con ojos cálidos.
Esa simple pregunta le hizo estallar el corazón. Los años de dolor, rechazo y abandono brotaron en lágrimas. Por primera vez en mucho tiempo, alguien la veía.
Sí, estoy bien murmuró, pero su voz delataba la mentira.
El joven no se fue.
Venga, hay una cafetería ahí. Tomamos algo y hablamos. Me llamo Javier.
Lola respondió, y lo siguió.
En el café, le contó su historia. Javier, tras escucharla, la invitó a su casa.
En casa solo está mi madre. Hay sitio para que pases la noche y pienses qué hacer.
Pasaron diez años. Aquel día, algo inquietaba a Lola sin motivo aparente. Su vida era estable: Javier, sus hijos, su suegra, que se había convertido en una segunda madre.
Hija, ¿qué te pasa? preguntó la suegra, notando su inquietud.
No sé algo me altera.
Vamos a tomar un té. Javier y los niños llegarán pronto.
Cuando volvier

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Papi, prometo comer muy poquito. No me lleves al orfanato, por favor” — suplicaba la niñita mientras se secaba las lágrimas