¡Papá, no te vayas! ¡Querido, no nos abandones! Papá, no me compres nada más, ni a Leandro tampoco. ¡Solo quédate con nosotros! No quiero coches ni caramelos. ¡No hacen falta regalos! ¡Solo quiero que estés aquí! gritaba el pequeño Adrián, de seis años, aferrado a la pierna de su padre.
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Su madre lloraba en la habitación, sin fuerzas para levantarse y salir.
Mientras, Leandro, de catorce años, permanecía de pie, con los puños apretados. El amor y el odio se debatían dentro de él.
Adrián era un niño. No entendía nada. Pero él, Leandro, había visto cómo sufría su madre. Cómo, el día anterior, se había arrodillado para suplicar a su padre que se quedara. Aunque fuera un poco más. Hasta que Adrián creciera. Pero las súplicas no sirvieron de nada.
¡Basta! ¡Levántate! ¡No te humilles más, ¿me oyes?! ¡No le importas! ¡Ni yo, ni ninguno de nosotros! ¡Que se vaya al infierno! Leandro corrió hacia su hermano y trató de apartarlo de su padre.
Hijo, ¿por qué haces esto? Vendré a visitaros, os ayudaré. Solo viviré en otro lugar. Pero os quiero igual. Es una decisión que hemos tomado intentó explicar el padre.
¿Decisión? ¡Decisión tuya! ¡Crees que no he escuchado nada? ¡Mamá te suplicó que no te fueras! ¡Estamos aquí, nosotros! ¡Somos una familia! ¡Y tú te vas! ¡Con otra mujer! ¿Ella vale más que nosotros, verdad? Leandro tragó las lágrimas, furioso.
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Si su padre lo abrazara, dejara las maletas y dijera que todo había sido un error él se aferraría a su cuello. Lo perdonaría. Porque era su padre.
El mismo que le enseñó a arreglar el coche, que lo llevó a pescar lucios, que jugaba al fútbol con él, que le leía cuentos antes de dormir. ¿Cómo podía irse y borrarlos de su vida? ¿A ellos? ¿Por qué?
Adrián lloraba a gritos. Su madre sollozaba. El padre los miró a todos y se fue, cabizbajo.
Y durante mucho tiempo, el eco de “¡Papá, no te vayas!” lo persiguió.
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Desde entonces, la vida cambió.
Leandro odió a su padre. No quiso verlo, devolvía los regalos que le traía.
Adrián esperaba. Se sentaba frente a la puerta. O se asomaba al balcón, mirando al horizonte.
El padre pidió llevarlos de paseo. La madre no lo permitió.
Aunque Leandro tampoco quería. Adrián anhelaba verlo, pero le decían: “Tu padre no quiere verte”.
Su madre, con orgullo, habría renunciado a la pensión. Pero había que vivir de algo.
Se enamoró, vuestro padre. ¡Así son las cosas! ¡En otro lugar todo es más dulce! No le importáis. ¡Allí tendrá otros hijos! solía decir ella.
Leandro escuchaba en silencio. Adrián lloraba.
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Un año después, el padre quiso volver. Adrián no estaba. Solo Leandro y su madre.
El padre pidió perdón. Dijo que se había equivocado. Que no podía vivir sin ellos.
Pero la madre no lo aceptó. Fueron minutos de venganza. Y Leandro tampoco. El rencor seguía vivo.
A Adrián no le preguntaron. Era demasiado pequeño.
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Pasó el tiempo. Leandro se dedicó al comercio. Adrián se hizo médico. El mayor ya tenía familia. El menor cuidó de su madre hasta el final.
Pronto, Adrián decidió casarse con su amiga de la infancia, Lucía.
Antes, Leandro tuvo asuntos en otra ciudad. Le propuso ir juntos. Tomaron el tren en lugar del coche. Bebieron té, charlaron bajo el traqueteo de las ruedas.
No se llevaban mal, aunque eran muy distintos. Leandro, duro e inflexible, solo escuchaba su propia voz.
A su hermano lo llamaba “mister compasión”, en broma. Le decía que la bondad estaba pasada de moda.
Terminados los asuntos, pasearon por una ciudad hermosa y desconocida. Luego, volvieron a la estación.
Casi en la entrada, Leandro tropezó con un hombre. Lo miró con desprecio.
No hay que sentarse donde no se debe masculló.
Era un vagabundo. Sucio, con barba, sin piernas. De pronto, alzó la vista.
Adrián ya había pasado, pero el estallido de risa de su hermano lo detuvo.
Leandro señalaba al mendigo, burlón.
¡Basta! ¡Es indigno! No sabemos por qué está así. ¡No es asunto nuestro! susurró Adrián, tirando de su hermano.
¿No es asunto nuestro? Claro que lo es. ¿No lo reconoces? Tú eras muy pequeño. Pero yo sí. Al instante. Los ojos de nuestro padre son únicos. Verdes. Mamá decía que se enamoró de ellos. En vano, al parecer. ¿Qué tal, viejo? ¿Nos recuerdas? Somos tus hijos, ¿eh? ¿No lo esperabas? gritó Leandro, lleno de rabia.
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Adrián, paralizado, no podía hablar. El hombre en el suelo lloraba en silencio. Solo murmuró: “Qué guapos estáis”.
¡No nos parecemos a ti, por suerte! ¡Qué vergüenza que seas nuestro padre! ¡Mereces pudrirte aquí! ¡Este es tu castigo! ¿Dónde está tu amor ahora, eh? ¿Dónde está esa mujer por la que nos abandonaste? ¡Basura! escupió Leandro.
¡Para ya! ¡O no respondo de mí! gritó Adrián.
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Leandro iba a replicar, pero se quedó mudo. Adrián se agachó. Tocó la mejilla sucia del hombre. Lo acarició.
Hola, papá.
El padre le agarró la mano, la apretó contra su pecho. Y rompió a llorar.
¿A quién veía en ese momento? ¿Al niño de ojos grandes que se aferraba a su pierna años atrás, gritando “¡Papá, no te vayas!”?
Sus hijos habían crecido. Ambos. Y él les debía todo.
Leandro seguía insultando. El padre callaba. Sabía que lo merecía.
Pero lo que le destrozaba el corazón no eran las palabras de Leandro, sino la mirada dulce y la mano suave de Adrián. No hubo reproches.
Y era ese amor silencioso lo que lo desgarraba.
Ya está. Vámonos, Adrián. El tren sale pronto Leandro tiró de su hermano.
No me voy. Tú vete. Yo llegaré más tarde. No puedo dejarlo aquí dijo Adrián, levantándose.
¿Qué? ¿A este despojo que arruinó nuestras vidas? ¿Estás loco? ¡Míralo! ¡Escúpelo y vámonos! ¡Por fin siento justicia! ¡Se lo merece! Leandro forcejeó.
***
Entonces, Adrián levantó a su padre en brazos. Estaba delgado. Ligero. Solo las manos, fuertes, con las que se arrastraba.
La gente observaba, sorprendida. Leandro, mudo. El padre abrazó el cuello de su hijo.
Todo pareció detenerse. Leandro maldijo y se alejó.
Hijo Perdóname. Las piernas Casi me muero de frío. Estaba tan solo Quise volver, pero no pude. No he parado desde entonces. Déjame. No lo hagas, Adrián. No lo merezco susurró el hombre.
Te perdoné hace mucho, papá. Pero no te dejaré aquí. Te limpiaré, te examinaré. Soy







