¡Papá, no te vayas! ¡Querido, no nos abandones! Papá, no me compres nada más, ni a Alejo tampoco. ¡Solo quédate con nosotros! No quiero cochecitos ni caramelos. ¡No hacen falta regalos! ¡Y solo quiero que te quedes! gritaba Gabino, de seis años, aferrándose a la pierna de su padre.
Su madre lloraba en la habitación, sin fuerzas para levantarse y salir. Mientras, Alejo, de catorce años, permanecía de pie, con los puños apretados. El amor por su padre luchaba contra el odio en su corazón.
Gabino era solo un niño. No entendía nada. Pero Alejo había visto el sufrimiento de su madre. La había visto arrodillarse el día anterior, suplicando a su padre que se quedara, aunque fuera un poco más, hasta que Gabino creciera. Pero las súplicas no sirvieron de nada.
¡Basta! ¡Levántate! ¡No te humilles más, ¿me oyes?! No le importas. Ni yo, ni ninguno de nosotros. ¡Que se vaya al demonio! Alejo corrió y empezó a separar a su hermano pequeño de su padre.
Hijo, ¿por qué haces esto? Vendré a veros, os ayudaré. Solo viviré en otro lugar. Pero os quiero igual. Es solo una decisión que tomamos intentó explicar el padre.
¿Quién la tomó? ¡Tú! ¿Crees que no escuché nada? Mamá te rogó que no te fueras. ¡Aquí estamos ella y nosotros! Somos una familia. ¡Y tú te vas! ¿Con otra mujer? ¿Ella vale más que nosotros, eh? Alejo hacía lo imposible por no llorar.
***
Si su padre lo hubiera abrazado, dejado las maletas y dicho que era un error, Alejo se habría arrojado a sus brazos. Lo habría perdonado. Porque era su padre.
El mismo que le enseñó a arreglar el coche, lo llevó a pescar truchas, jugó al fútbol con él y leyó cuentos antes de dormir. ¿Cómo podía irse y borrarlos de su vida? ¿Por qué?
Gabino seguía llorando a gritos. Su madre sollozaba. Su padre los miró a todos y se fue, cabizbajo. Durante un largo rato, el eco de “¡Papá, no te vayas!” lo persiguió.
***
Desde entonces, la vida cambió.
Alejo aprendió a odiar a su padre. Rechazaba sus visitas, tiraba los regalos que le traía.
Gabino esperaba. A veces se sentaba junto a la puerta. Otras, se asomaba al balcón, mirando a lo lejos. Su padre pedía verlos, pero su madre no se lo permitía.
Aunque Alejo tampoco quería. Gabino anhelaba ver a su padre, pero le decían: “Tu padre no quiere verte”.
Su madre habría rechazado la pensión por orgullo, pero necesitaban comer.
Se enamoró, vuestro padre. ¡Así son las cosas! ¡En otra casa todo es más dulce! No quiere a sus hijos. Allá tendrá otros solía decir.
Alejo escuchaba en silencio. Gabino lloraba.
***
Un año después, su padre quiso volver. Gabino no estaba. Solo Alejo y su madre. Su padre pidió perdón, dijo que se había equivocado, que no podía vivir sin ellos.
Pero su madre no lo aceptó. Era su venganza. Y Alejo tampoco. El rencor seguía vivo. No había espacio para el perdón.
A Gabino no le preguntaron. Era demasiado pequeño.
***
Pasaron los años. Alejo se dedicó al comercio. Gabino se hizo médico. El mayor ya tenía familia. El menor cuidó de su madre hasta el final, pero pronto ella falleció.
Poco después, Gabino decidió casarse con su amiga de la infancia, Catalina. Antes, Alejo tenía negocios en otra ciudad y le propuso ir juntos. Para distraerse. Eligieron el tren en lugar del coche. Bebieron té y hablaron al ritmo de las ruedas.
No se llevaban mal, vivían en armonía, aunque se veían poco. Pero eran muy distintos. Alejo, duro e intolerante, solo escuchaba su propia voz.
A Gabino lo llamaba “Don Caridad” en broma. Le decía que la bondad estaba pasada de moda.
Terminados los negocios, pasearon por una ciudad desconocida y hermosa, admirándolo todo. Luego fueron a la estación.
Casi en la entrada, Alejo tropezó con un hombre. Lo miró con desprecio, murmurando que no había por qué sentarse donde no se debía. El hombre estaba en el suelo, sucio, con barba y sin piernas. De pronto, alzó la vista.
Gabino ya había pasado cuando oyó la risa de su hermano. Se detuvo. Alejo reía, señalando al mendigo con el dedo. Gabino se acercó rápido, lo agarró del brazo y lo apartó.
¡Basta! Es cruel. No sabemos qué le pasó. ¿Por qué está así? No nos toca juzgar susurró.
¿Cómo? ¿No nos toca? A nosotros sí. ¿No lo reconoces? Tú eras muy pequeño. Pero yo sí. Al instante. Tiene nuestros ojos. Verdes. Mamá decía que se enamoró de ellos. En vano, al parecer. ¿Qué tal, canalla? ¿Te gusta cómo acabaste? Somos tus hijos, papá. ¿No lo esperabas? Nos vemos. No creí que volvería a encontrarte. Pero parece que hay justicia. Ahora eres esto. Es por las lágrimas de mamá. Por las nuestras. ¡Por todo lo que hiciste! gritó Alejo, lleno de rabia.
***
Gabino, temblando, no podía hablar. El hombre en el suelo lloraba en silencio. Solo murmuró: “Qué guapos estáis”.
¡No nos parecemos a ti! Qué pena que seas nuestro padre. ¡Me das asco! Morirás aquí, en la calle. Es tu castigo. Llora ahora. Y mira. ¿No querías una vida normal? Con tu familia. Fuiste tras otro amor. ¿Dónde está ese amor, papá? ¿Otra mendiga, quizá? Basura continuó Alejo.
¡Basta! ¡Para! ¡Para ya o no respondo de mí! gritó Gabino.
***
Su hermano iba a replicarle, pero entonces Gabino se arrodilló. Extendió la mano, tocó la mejilla sucia, la acarició. Y dijo:
Hola, papá.
Su padre agarró su mano, la apretó contra sí. Y rompió a llorar, bajando la cabeza.
¿A quién veía en ese momento? ¿Al niño de ojos grandes que años atrás se aferró a su pierna gritando “¡Papá, no te vayas!”?
Sus hijos habían crecido. Ambos. Se habían hecho hombres. Y él les debía disculpas, sin duda.
Alejo seguía insultándolo. Su padre callaba. Sabía que se lo merecía. Pero lo que le partía el corazón no eran los gritos de Alejo. Sino los ojos bondadosos y la mano suave de Gabino. Su hijo no le reprochó nada.
Pero era ese amor silencioso lo que le destrozaba por dentro.
Ya está. Vamos, Gabino, nuestro tren sale pronto Alejo tiró de su hermano.
No voy. Vete tú. Yo después. No puedo dejar a papá aquí Gabino se levantó.
¿Qué? ¿A esta basura que arruinó nuestras vidas? ¿Estás loco? ¿Ves en lo que se ha convertido? ¡Olvídalo y vámonos! ¡Por primera vez soy feliz! ¡Se lo merece! No es momento de sentimentalismos, ¡vamos! Alejo lo arrastraba.
***
Entonces Gabino levantó a su padre en brazos. Estaba delgado, ligero. Solo tenía fuerza en los brazos, con los que se movía.
Los testigos de la escena suspiraron, asombrados. Alejo se quedó mudo. Su padre abrazó el cuello de Gabino.
Todo pareció detenerse. Alejo maldijo y se marchó a paso rápido.
Hijo. Hijo mío. Perdóname. Las piernas Casi






