Cuando Lucía tenía solo seis años, su mundo se partió en dos. Una tarde cualquiera, su padre cogió sus cosas y salió del piso. No para ir al trabajo. Ni a la tienda. Sino para siempre. Ella no entendía entonces lo que significaba esa palabra de adultos tan dura: “divorcio”. Solo supo que, desde ese momento, él no volvió. No la abrazó. No le dio un beso en la coronilla antes de dormir. No le dijo: “Estoy aquí”.
Podría parecer una historia común, de las de ahora. Pero para esa niña pequeña fue el fin del mundo, porque decidió que ella tenía la culpa. Comía demasiado. Había que vestirla. Pronto empezaría el colegio, y eso cuesta dinero. Y su madre había perdido el trabajo, y su pobre padre no pudo más… se cansó de arrastrar el peso de las dos.
—Mamá, ¿si como menos, volverá papá? Puedo comer solo en el cole… —susurró la niña con esperanza, mirando a su madre con esos ojos azules.
Su madre la abrazó fuerte y lloró. Lloró mucho. Y Lucía comió cada vez menos. Pero su padre jamás regresó.
Primero de septiembre. Lucía empieza el colegio. Su primer día en primero. Blusa blanca impecable, falda negra, chaquetita y dos lazos enormes, como las muñecas de los escaparates. Se miró al espejo y pensó: “Si papá me viera ahora, seguro que volvería. ¿Quién podría dejar marchar a una hija tan guapa?”.
Su madre la llevaba de la mano, con un ramo de flores para la profesora en la otra. Lucía sentía miedo y alegría a la vez. Pero todo quedaba tapado por una esperanza casi desesperada: hoy vendrá papá. Tiene que venir. No puede faltar.
—Lucía, ¿por qué miras para atrás todo el rato? No tengas miedo, estoy aquí —dijo su madre suavemente.
Pero ella no tenía miedo. Buscaba. Escudriñaba la multitud buscando a su padre. Con la mirada, con el corazón, con cada respiración. Porque estaba segura: él estaría allí. Solo que no lo veía. ¿Y si él tampoco la veía a ella? ¡Pero si estaba en primera fila! ¡Tendría que haberla visto!
Cuando terminó el acto y se marcharon a clase, Lucía aguantó las lágrimas con todas sus fuerzas. Había hecho tanto esfuerzo… para nada. ¿O no? ¿Y si él sí la había visto? ¿Y si no se acercó porque no pudo?
—Mamá, ¿papá nos espera en casa? —preguntó de camino.
—No lo sé, cariño… —respondió su madre con voz cargada.
Pero Lucía corrió hacia la casa, adelantándose. Estaba segura: él estaría allí. Abrió la puerta… y solo vio el salón vacío. Entonces rompió a llorar. De verdad.
Su madre le acarició el pelo y le dijo que quizá su padre no había podido salir del trabajo. Pero ella ya sabía la verdad: no vendría. No apareció ni cuando su madre fue a rogarle:
—Antonio, no te pido nada para mí. Pero Lucía te espera. Cree en ti. Ven aunque sea una vez. Háblale.
—¿Ir? —se encogió él—. Tendría que llevar un regalo, flores… No tengo un duro. No voy a mentirle a la niña.
—Ojalá te atragantes con tu puto dinero… —masculló su madre al salir, cerrando la puerta de un portazo.
Lucía creció. Callada, obediente, aplicada. Sin rabietas, sin quejas, sin preguntas incómodas. Solo se esforzaba, hasta el agotamiento, por ser buena. Sacaba sobresalientes. Pero no por ambición, sino porque en algún rincón de su alma seguía esperando: “Cuando sepa lo bien que lo hago, volverá. Me sonreirá. Me acariciará el pelo. Me dirá que está orgulloso de mí”.
Pero no volvió.
—Mamá, ¿por qué no lo invitamos a mi cumple? No quiero regalos. Solo que venga…
Su madre no respondía. Y Lucía se encerraba en su cuarto a llorar. Porque sabía que no aparecería.
Acabó el instituto con matrícula de honor. La fiesta de graduación debería haber sido un día de orgullo familiar. El vestido listo, los abuelos llegados del pueblo. Pero dos horas antes del acto, se sentó en un banco frente al edificio donde vivía su padre. Quería invitarlo. Quería mostrarle lo que había logrado. Que le dijera, aunque fuera una vez: “Perdóname, hija. Estoy orgulloso de ti”.
Él salió del portal. Con una bolsa al hombro, la mirada perdida entre la gente. Pasó de largo. Ni siquiera la reconoció.
—¡Papá! —gritó ella—. ¡Soy yo, Lucía!
Se giró. Un segundo de silencio.
—Has crecido —dijo, frío.
—He terminado el instituto. Con matrícula. Voy a estudiar en Madrid…
—No tengo dinero. No cuentes conmigo.
—No vengo por eso… Te invitaba a la graduación…
—¿Y qué iba a hacer yo allí?
Ya no escuchó más. Echó a correr. Los sollozos la ahogaban. Allí, sola en medio de la calle, Lucía entendió: su infancia había terminado.
Terminó la universidad. Volvió a su ciudad porque su madre cayó enferma. Encontró trabajo, conoció a Carlos. Un hombre bueno, honesto. Se casaron. Tuvieron una hija. Luego otra. La palabra “papá” la borró de su corazón. Nunca más lo mencionó.
Hoy cumple treinta años. Sábado. La casa está llena de alegría. Su madre juega con las nietas, Carlos ha ido a buscar a sus padres. Lucía está en la cocina, terminando los últimos platos.
Suena el timbre. Ella corre, pensando que son los suegros. Pero… en la puerta está él. Su padre. Envejecido, con canas en las sienes.
—He venido a felicitarte. Como no me llamaste para tu boda… ¿Te dio pena gastar en tu padre? Ya soy mayor, hija. Hay que ayudar a los viejos…
—Llegas tarde, papá. Te esperé todos los días. Rezaba por que aparecieras. No viniste a mi primer día de clase. Ni a mi graduación. No estuviste. Y ahora no te necesito. Y no te atrevas a reprocharme nada. No te invité porque no quise. Vete.
—¿No me dejas pasar?
—No. No entras.
Cerró la puerta.
Él se quedó un rato allí. Varias veces alzó la mano para tocar el timbre, pero no se atrevió. De repente, el ascensor se abrió, y salió un grupo de risas: una pareja mayor y un hombre joven con cajas, flores y regalos.
—¿Vienen a lo nuestro? —preguntó el joven.
—No… me he equivocado de piso…
Bajó por las escaleras. Despacio. Y desde arriba se oyó:
—¡Hijita, feliz cumpleaños!
Esas palabras le atravesaron el pecho. Demasiado tarde. Todo había pasado. Todo lo que perdió.