Víctor Manuel se apoyó en el balcón de un viejo edificio de Madrid mientras fumaba un cigarrillo con manos temblorosas. Su corazón latía con fuerza, como queriendo escapar. ¿Quién iba a decir que, a sus 72 años, acabaría siendo una carga para todos? Hace no tanto, tenía un hogar, una familia, una esposa querida…
—Papá, ¿otra vez? —irrumpió en la habitación Lucía, su única hija—. Solo te pedimos que nos des tu cuarto. Diego y Adrián ya son mayores y duermen en un sofá-cama. ¡No es justo!
—Lucía… —murmuró Víctor, con voz queda—. ¿Por qué tengo que acabar mis días en un asilo? Si os falta espacio, alquilad algo o id a casa de tu suegra. Yo no sobro aquí.
—Gracias, papá. Con eso me basta. —Lucía cerró la puerta de golpe, dejando en el aire su perfume y un regusto amargo.
Víctor se dejó caer en el sillón, acariciando a su viejo perro, Canelo. De pronto, sintió cómo las lágrimas le nublaban la vista. Hacía años que no lloraba, pero ahora no pudo evitarlo. Cinco años sin Carmen… Cuarenta juntos, mano a mano. Jamás hubiera imaginado que su hija, su Lucía, lo abandonaría así.
La criaron con amor, dándole todo lo mejor. Y ahora era fría y calculadora.
—Abuelo, ¿no nos quieres a Adrián y a mí? —entró corriendo Diego, de ocho años—. ¡Mamá dice que eres egoísta porque no nos das tu cuarto!
—Hijo mío, ¿quién te ha dicho eso…? —la voz de Víctor se quebró.
Entendió entonces: su hija había vuelto a los niños contra él. Respiró hondo y forzó las palabras:
—Está bien. La habitación será vuestra.
Lucía apareció al instante, con los ojos brillantes.
—¿En serio, papá? ¡Gracias! Ya he hablado con un residencia estupenda, con cuidados médicos. ¡Y Canelo irá a una buena familia, te lo prometo!
Pasaron solo dos días. Y ahí estaba Víctor, en un asilo barato en las afueras de Madrid. Paredes descascaradas, olor a humedad, miradas tristes. Ni rastro del “cuidado” que prometió su hija. Solo un lugar donde abandonar a los olvidados.
—¿Nuevo? —preguntó una vecina de cama—. Me llamo Pilar. ¿También te han dejado aquí los tuyos?
—Sí —asintió Víctor—. Mi hija. Quería mi cuarto.
—A mí no me dieron hijos. Le dejé el piso a mi sobrino… y me trajo aquí. Al menos no estoy en la calle.
Charlaban, recordaban el pasado, añoraban a los suyos. Con el tiempo, Pilar se convirtió en el único consuelo de Víctor. Paseaban por el triste patio, tomaban el sol agarrados de la mano, como si el tiempo les hubiera devuelto la juventud.
Pero Lucía nunca apareció. Ni siquiera contestaba al teléfono. Lo único que le importaba a Víctor era saber: ¿qué había sido de Canelo? ¿Seguía vivo?
Un día, tropezó con un antiguo vecino, Julián.
—¿Víctor Manuel? ¡Lucía dijo que te habías ido al pueblo! ¿Te llevaste a Canelo?
—¿Qué…? —la voz de Víctor tembló—. ¿Dónde está mi perro?
—Lo echó a la calle. Lo recogí y lo di a una buena familia. Era un tesoro. En cuanto a ella… dicen que alquiló vuestro piso. Se fue a vivir con su marido y la suegra. ¿Qué le pasó, Víctor? ¿Cómo pudo…?
Víctor se tapó el rostro y susurró, deshecho:
—Hijo… quiero volver a casa.
—No estás solo. Soy abogado. Te ayudaré. Dime, ¿renunciaste a la propiedad?
—No. Pero ella tiene contactos… Quizá…
—Pues prepárate. ¡Lo arreglaremos!
Antes de irse, Víctor se acercó a Pilar:
—Pili, no llores. Volveré. Y por ti también. Te lo prometo.
—¿Para qué me quieres, vieja como soy…? —susurró ella.
—No digas tonterías. Te necesito.
Al llegar al piso con el abogado, encontraron una cerradura nueva. Julián actuó rápido. Descubrieron que Lucía lo había alquilado, esperando que su padre desapareciera para siempre. Pero los papeles que firmó no valían. La ley estaba de su lado.
—Gracias, hijo… Pero tengo miedo. ¿Qué más intentará?
—Si vendes el piso, puedes darle una parte. Con el resto, compras una casita en el campo. Tranquilo, en paz. Nadie te molestará.
Meses después, Víctor y Canelo se instalaron en una pequeña casa de madera con jardín. Y poco después, Pilar se mudó junto a ellos. Plantaron manzanos, criaron gallinas y cada atardecer lo recibían juntos, de la mano.
La vida a veces duele. Pero la bondad siempre encuentra su camino. Incluso en la noche más oscura.
**Moraleja:** El amor verdadero no conoce de sangre ni intereses. Quien te abandona en la tormenta, nunca mereció quedarse en tu sol.