«Papá, entrega la vivienda — ya viviste lo tuyo». Tras estas palabras, la hija cerró la puerta…

«Papá, dame el piso — ya has vivido suficiente». Después de pronunciar estas palabras, la hija cerró la puerta de un golpe…

Él vivía solo. Desde que su esposa se fue, una sensación de vacío lo envolvió como un manto oscuro y denso. Todo a su alrededor se volvió gris. Nada lo alegraba: ni los días soleados, ni una taza de té fuerte por la mañana, ni las antiguas películas que solían ver juntos en familia. El trabajo se convirtió en lo único que lo mantenía conectado a este mundo. Mientras tuvo fuerzas, continuó yendo, porque en casa, el silencio era insoportable. Ese silencio resonaba en sus oídos y desgarraba su corazón.

Los días pasaban, uno tras otro, todos iguales, como copias: la mañana, el autobús, el trabajo, el hogar, las sombras en las paredes, las tardes vacías. Su hijo y su hija aparecían cada vez menos, casi se habían desvanecido de su vida. Las llamadas eran breves, mecánicas. Y luego simplemente dejaron de contestar. Él pasaba horas caminando por las calles, observando los rostros de los transeúntes, como si esperara encontrar a alguien familiar en la multitud. Lo que le asustaba no era la vejez; lo aterraba morir solo.

Comenzó a sentir cómo se apagaba por dentro. Su alma dolía, encogida en un nudo. Recordaba a su esposa — deseaba pedirle perdón, pero nunca se atrevió a marcar su número. Todavía la amaba. Lamentaba no haberle dicho muchas cosas.

Un día, su hija apareció en la puerta. Se sintió tan feliz como un niño. Preparó su repostería favorita, hizo té, sacó los viejos álbumes de fotos — quería recordar cómo eran las cosas. Pero aquella visita no era precisamente para eso.

— Papá — comenzó ella con una frialdad directa —, vives solo en un piso de cuatro habitaciones. No es justo. Véndelo. Puedes comprarte un estudio y darme el dinero.

Él no lo podía creer. Pensaba que se echaría a reír, pero en sus ojos no había ni un rastro de ironía.

— Yo… No pienso vender nada. Es mi casa… aquí está vuestra habitación de niños, aquí vivimos con mamá…

— ¡Ya has vivido bastante! — escupió ella con irritación. — ¡Necesito ese dinero más que tú! Al fin y al cabo, estás solo, ¿para qué quieres tanto espacio?

— ¿Cuándo volverás a visitarme? — preguntó él casi en un susurro, sin reconocer su propia voz.

Ella lo miró con indiferencia y, mientras se calzaba, respondió:
— A tu entierro.

La puerta se cerró. Él se quedó inmóvil. Luego simplemente se dejó caer al suelo. El dolor en el pecho lo golpeaba como un martillo. Así estuvo durante tres días. Sin comida, sin fuerzas, sin esperanza. Luego llamó a su hijo.

— Miguel, ven… Estoy mal — le rogó.

El hijo escuchó. Permaneció en silencio. Luego dijo:
— Papá, no te enfades, pero realmente no necesitas un piso tan grande. Quiero comprar un coche, y tú podrías ayudar… Iría si decidieras vender el piso.

Luego hubo silencio. Ese tipo de silencio que retumba en los oídos y deja un vacío en el alma. Colgó el teléfono. Y comprendió — ya no tenía hijos. Solo había personas extrañas en cuyas venas corría su sangre.

Al día siguiente entró en una farmacia. Allí se encontró con el hermano de su exesposa. Se mostró sorprendido, lo saludó.

— ¿Ana? — preguntó él, — ¿cómo está?

— Se fue a Italia — respondió el hombre brevemente. — Se casó con un italiano. Encontró su felicidad.

«Encontró su felicidad…» Esas palabras ardían. No estaba en contra de su felicidad. Estaba en contra de su propio vacío.

A la mañana siguiente, se despertó con un peso en el pecho. Afuera, el cielo estaba bajo y nublado. Se puso el abrigo, salió. Caminó unas pocas manzanas. Encontró un viejo banco en el patio. Se sentó. Cerró los ojos. Su corazón dio un último y doloroso latido.

Y su alma, cansada de dolor, indiferencia y silencio, finalmente se elevó — a un lugar donde ya no lo traicionarán. Donde no le pedirán que entregue lo último. Donde, tal vez, alguien volverá a decir: «Papá, te eché de menos…»

Pero eso — ya no es aquí.

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MagistrUm
«Papá, entrega la vivienda — ya viviste lo tuyo». Tras estas palabras, la hija cerró la puerta…