Panecillo con carácter

Sonia estaba frente a la puerta desvencijada del Café Acojedor. Las letras estaban torcidas, la U casi se caía del letrero. Al lado del portal había unos arbustos secos de lilas, un cubo de basura y un par de palomas tomando el sol de otoño.

Pues vamos, nueva vida murmuró ella mientras introducía la llave en la cerradura.

El aire que se coló olía a humedad, a moho y a especias viejas. Sonia estornudó, abrió las ventanas, respiró hondo y se puso a trabajar.

¡Estás loca! estalló la voz de su amiga Claudia por el móvil. ¿Compraste un café? ¿En este barrio? ¿Te ha dejado el despido tan desganada?

Mejor hornear bollos que contar el dinero de los demás suspiró Sonia, limpiando las mesas. Además, siempre quise hacerlo. ¿Te acuerdas de la panadería de la abuela?

Claro. Soñar y la realidad son dos cosas distintas, pero ese garaje

No es un garaje. Es mi panadería.

La llamó Pan de Mandarina, porque su abuela siempre le ponía ralladura de mandarina a los bollos de canela. En invierno la casa olía a mandarinas y a masa recién hecha. Sonia quería recuperar ese calor.

La primera semana no llegó ningún cliente. El café estaba al final de la calle, donde sólo pasaban los que conocían atajos. Sonia se levantaba a las cinco, amasaba, horneaba, lavaba, probaba recetas. Los aromas de canela y vainilla se mezclaban con el café. Puso en la ventana una maceta con mandarinas y pegó un cartel: Échale un vistazo, no te arrepentirás.

Abuela, ayúdame susurró mientras servía una nueva tanda de caracoles dulces.

Como respuesta, esa misma tarde entró la vecina Celia, la abuela de la casa de al lado.

¿Qué haces horneando aquí? Pasé y me llamó la nariz. Déjame probar.

Sonia le tendió el pastel, Celia lo olisqueó, lo masticó y asintió.

Está buenísimo. Mañana traigo a las chicas a jugar al parchís. Tú ponnos el café.

Al día siguiente aparecieron las chicas: tres ancianas con mil historias entre los dedos. Una semana después, tres universitarios. Después, un mensajero, luego una madre con cochecito. El rumor se fue extendiendo por el barrio, despacio pero seguro.

Sonia cambió el letrero. En vez de Acojedor ahora decía: Panadería con aroma a mandarina. Le echó una mano Sergio, uno de los estudiantes.

¿Y tú qué? ¿Diseñador?

Todavía no. Estudio. Pero tus bollos son divinos. Quiero que el cartel quede tan bien como la masa.

Por fin, después de mucho tiempo, Sonia sintió que alguien la necesitaba. Al atardecer, Sergio presentó a su amiga Catalina, fotógrafa. Vamos a montar tus redes sociales. Sonia casi se puso a llorar.

Buenas, dijo una voz temblorosa al abrir la puerta. Son Sonia

Se giró. Allí estaba Luis, su ex. El mismo que, hace un año, se había ido a pensar y había quedado con una colega del trabajo.

¿Qué haces aquí? le respondió con voz seca.

Me enteré de que habías abierto el café. Quise ver.

Ya lo he visto. Hasta luego.

Espera. Nosotros alguna vez

Decías que yo era muy aburrida. ¿Y ahora te aburres sin mí?

Luis sonrió torcido.

No es eso. Escucha sé que invertiste en el local. Sabes que, mientras no estemos divorciados legalmente, todo lo que adquieras cuenta como bien común.

¿En serio?

No quiero pleitos, pero ¿qué tal si ayudamos con la reforma a cambio de un par de porciones?

Sonia se quedó callada. Después se quitó el delantal, se acercó a la puerta y la abrió de par en par.

Luis, pasa. Y que no vuelva a aparecer.

Él dio un paso, pero en la entrada apareció Celia con sus amigas.

¿Quién se cree que es? gritó Celia. Vete, hijo. Aquí mandan las mujeres.

Luis murmuró algo y se marchó.

¿Quién era? preguntó una de las vecinas.

El ex, vino por su parte.

¿Y no le basta con eso? se rió Celia, agarrando otro bollo del mostrador.

Sonia llamó su madre. ¿Qué has armado? Luis me ha dicho que le has gritado.

Mamá, vino a exigir su parte del café. ¿Crees que eso sea justo?

Pues es tu marido casi. Tal vez acabéis juntándoos de nuevo. No te vas a quedar siempre joven

Mamá, he montado mi negocio sola, desde cero, y soy feliz. ¿No puedes alegrarte por mí?

Me preocupo, hija. El barrio, el divorcio, los ahorros parece que no hay vida.

Es mi vida, mamá. Yo la elegí.

Pues, si la quemas, no me llames.

Cortó la llamada y se quedó mirando su taza vacía.

¿Puedo entrar? asomó Catalina. Acabamos la sesión ¿Estás llorando?

Sonia se secó una lágrima.

No, solo recuerdo lo que me enseñó la abuela: si la masa se pega, hay que esperar. Aún no está lista.

Eres fuerte, Sonia. De verdad. Nosotros estamos contigo.

Catalina la abrazó y le mostró el móvil.

Mira, ya hemos subido las primeras fotos. Ya tenemos doscientos seguidores.

Con la primavera, la fila de bollos de mandarina llegaba hasta la esquina. Aparecieron nuevos productos: rollos de amapola, espirales de requesón, strudeles. La panadería cobró vida.

Una tarde, tocaron la puerta.

¿Puedo? dijo un hombre mayor con un ramo.

Sí.

Soy el padre de Catalina. Mi hija se ha ido a Barcelona, pero me cuenta todo. Yo era panadero antes de jubilarme y ahora no sé qué hacer. ¿ Necesitas ayuda?

Sonia asintió.

Desde entonces, cada mañana los dos ponían la masa a leudar. Él contaba historias, ella escuchaba y aprendía. A veces entraban nuevos clientes: unos que solo querían comer, otros que buscaban refugio del mundo.

Sonia, hola volvió a sonar la voz de Claudia por el móvil. Lo he pensado ¿y si dejo la contabilidad y me pongo a hornear?

¿Te gustan los bollos?

Más que nada. ¿Me aceptarías?

Sonia miró el amplio y recién pintado local,

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