Lo he pagado caro: soy un buen médico, pero un mal padre e hijo.
Cuando la vida exige elegir
Rara vez comparto mis sentimientos. Estoy acostumbrado a ser el que escucha, ayuda, salva. Pero hoy necesito expresar en voz alta lo que ha pesado en mi corazón durante años.
Soy médico. Mi profesión es mi vocación. Me entregué por completo a ella.
Pero descubrí demasiado tarde el precio que pagué.
El inicio del camino
Nací en un pequeño pueblo provinciano donde la vida transcurría tranquila y pausada. Mis padres esperaban que me quedara cerca, que me convirtiera en maestro o ingeniero, formara una familia y construyera una casa.
Sin embargo, siempre me atrajo la medicina.
Me matriculé en la universidad de una gran ciudad y después me quedé allí para siempre. El internado, la residencia, las guardias nocturnas, los exámenes constantes, las conferencias, las consultas interminables. Mi carrera como médico me absorbió por completo.
Al principio, visitaba a mis padres cada fin de semana. Luego, una vez al mes. Más tarde, cada seis meses.
Cuando me propusieron vender la casa y mudarse más cerca de mí, me emocioné. Pero ellos se negaron. Sus raíces estaban allí, entre las viejas calles, entre las tumbas de sus antepasados.
Me resigné. Pensé que teníamos aún mucho tiempo por delante.
Cuán equivocado estaba.
La paternidad perdida
Me casé. Tuvimos hijos.
Pero casi nunca estaba presente.
Mientras mi hijo aprendía a montar bicicleta, yo hacía guardia en la UCI.
Cuando mi hija tenía su primer amor escolar, yo luchaba por la vida de un paciente tras un grave accidente.
Cuando en casa apagaban las velas del pastel y reían, yo firmaba historiales clínicos y revisaba análisis.
Pensaba que así debía ser. Que estaba haciendo algo importante.
Pero de repente noté que mis hijos habían crecido.
Que sus primeras preguntas sobre la vida no me las hacían a mí.
Que si tenían un problema, iban con su madre.
Que cuando nos reunimos en familia -lo que ocurre muy raramente- bromean con mi esposa, comparten con ella sus pensamientos, pero casi no hablan conmigo.
Porque para ellos soy un extraño.
El dolor de la pérdida
Cuando mis padres comenzaron a envejecer, creía que aún tenía tiempo.
Llamaba una vez por semana. Preguntaba cómo estaban, qué había de nuevo.
Pero siempre las conversaciones eran cortas, pues tenía pacientes, colegas, trabajo que requería mi atención.
Cuando mi padre cayó enfermo, no pude ir de inmediato. Había operaciones urgentes, una conferencia. Siempre posponía el viaje.
Cuando finalmente me subí al coche y corrí a mi ciudad natal, ya era demasiado tarde.
Un año después, mi madre falleció.
De nuevo, no llegué a tiempo.
Estaba frente a sus tumbas y no podía perdonarme.
No podía creer que encontraba tiempo para leer revistas médicas por la noche, pero no tenía tiempo para mis seres queridos.
Un día me hice una pregunta
Sé que soy un buen médico.
Sé que he salvado decenas de vidas, ayudado a muchas personas.
Pero la pregunta es: ¿habría sido este tipo de médico si no hubiera dedicado todo mi tiempo a la medicina?
Si hubiera llegado a casa a las seis, jugado con mis hijos, escuchado las historias de mis padres, pasado tiempo con mi esposa?
Conozco la respuesta.
No.
No me habría convertido en quien soy.
Pero otra respuesta me rompe el alma.
He pagado por esto un precio demasiado alto.
Me convertí en un buen médico porque fui un mal hijo y padre.
Y es un precio con el que tendré que vivir.