Padres y su ‘apoyo’

Mientras no cumplas los dieciocho, te daré dinero —poco, para comida, para ropa, suficiente. Después, te las arreglarás sola, Martina. No sé cómo será tu vida, pero no quiero que termines como tu padre y yo—, me soltó mi madre, Carmen Ruiz, como si me hiciera un gran favor. Me quedé paralizada, sin creer lo que escuchaba. ¿Acaso después de mi cumpleaños dejaba de ser su hija? ¿Y qué significaba eso de «como ellos»? Ya de por sí no quería parecerme a mis padres, que parecen haber olvidado lo que es ser una familia. Pero esas palabras me clavaron tan hondo que aún no me repongo.

Tengo dieciséis años y siempre supe que nuestra relación no era perfecta. Mis padres, Carmen y Antonio, viven su vida y yo la mía. No son mala gente, pero digamos que les falta responsabilidad. Mi padre pasa de trabajar a holgazanear en el garaje con sus amigos. Mi madre siempre está ocupada, ya sea vendiendo en el mercadillo o cotilleando con las vecinas. Desde pequeña aprendí a valerme por mí misma: cocino, limpio, estudio para sacar buenas notas y entrar en la universidad. Pero jamás imaginé que me dirían tan claro que, al cumplir los dieciocho, ya no contarían conmigo.

Todo empezó la semana pasada, cuando le pedí dinero a mi madre para unas zapatillas nuevas. Las mías estaban gastadas y pronto habría competiciones de atletismo en el instituto. Me miró como si fuera una mendiga y soltó: «Martina, ya eres mayor, podrías buscarte un trabajo. Yo ya te doy para comer». ¿Me da? Doscientos euros a la semana, que apenas alcanzan para el autobús y un bocadillo en el comedor. Intenté explicarle que las zapatillas no eran un capricho, pero me cortó: «Hasta los dieciocho te ayudo, después, espáblate. No somos tu banco». Casi me ahogo del coraje. ¿No son mi banco? Entonces, ¿qué son? ¿Padres que ponen fecha de caducidad a su cariño?

Me encerré en mi cuarto y lloré hasta tarde. No por las zapatillas, sino por la frialdad de sus palabras. Siempre evité ser una carga. Nunca pedí lujos, ni me quejé, ni exigí ropa de marca como mis compañeras. Soñaba con entrar en la universidad, encontrar trabajo, ser independiente. Pero creía que, si tropezaba, tendría a mi familia. Ahora entiendo que no. Mi madre lo dejó claro: al cumplir los dieciocho, estoy sola. Y eso de «no seas como nosotros»… ¿Qué quiso decir? ¿Que acabaré igual de irresponsable? ¿O que debo olvidar la familia como ellos lo hicieron?

Intenté hablar con mi padre, esperando su apoyo. Pero solo se encogió de hombros: «Martina, tu madre tiene razón. Te damos techo y comida, el resto es cosa tuya». ¿Cosa mía? ¿Y ellos dónde están? ¿Dónde está su orgullo cuando traigo buenas notas? Ni siquiera preguntan cómo estoy, y ahora este ultimátum. Me siento como si me hubieran borrado de su vida por adelantado.

Se lo conté a mi mejor amiga, Lucía. Después de escucharme, dijo: «Tus padres tienen miedo de que dependas de ellos. Demuéstrales que eres mejor». ¿Mejor? ¡Ya lo hago! Estudio, doy clases particulares, ahorro para un ordenador. Pero tengo dieciséis, no puedo solucionarlo todo de golpe. No quiero demostrarles nada a quienes me ven como un estorbo. Quiero que estén ahí cuando tenga miedo o necesite ayuda. En vez de eso, me ponen una fecha límite.

Ahora me pregunto qué hacer. Una parte de mí quiere irse ya: alquilar una habitación, encontrar trabajo, demostrarles que puedo sola. Pero sé que es imposible. Tengo el instituto, los exámenes, no puedo dejarlo todo. Otra parte quiere hablar con mi madre, explicarle lo mucho que me duele. Pero temo que me diga: «No exageres». Y lo peor: empiezo a dudar de mí. ¿Y si acabo como ellos? ¿Y si no puedo sola?

Decidí que no dejaré que sus palabras me rompan. Seguiré estudiando, trabajando, construyendo mi futuro. Pero no por ellos, sino por mí. No quiero ser como mis padres, no porque sean malas personas, sino porque yo creo en una familia que se apoya, no que pone condiciones. Cuando tenga hijos, nunca les diré: «A los dieciocho, os las arregláis». Estaré con ellos aunque tropiecen, aunque tengan treinta. Porque la familia no es un banco con horario de cierre.

Por ahora, trato de superar el golpe. Compré unas zapatillas con mis ahorros —no las que quería, pero sirven—. Salgo a correr, pongo música y pienso: lo lograré. No para demostrarles nada a ellos, sino a mí misma. Pero en el fondo, aún duele. Ojalá algún día entiendan lo que perdieron. Mientras, buscaré a quienes sean mi verdadera familia: no por sangre, sino por amor.

Rate article
MagistrUm
Padres y su ‘apoyo’