**Padre por una Hora**
Javier lo vio por primera vez junto al expositor de pan en una pequeña tienda en las afueras de Toledo. El niño no miraba las barras ni los bollos, sino que clavaba la mirada al fondo de las estanterías, como si esperara que de allí saliera alguien importante. Alguien que llevaba mucho sin venir. O quizá alguien que nunca había existido. El chiquillo era delgado, envuelto en un abrigo viejo y raído, con una manga rota. Los zapatos le quedaban grandes, dejando asomar calcetines grises. La gorra le caía ladeada, y los guantes, demasiado holgados, parecían heredados de varias generaciones. Las mejillas enrojecidas por el frío, los labios agrietados.
Su mirada no era infantil. No suplicaba ni pedía. Era la mirada de un adulto que ha visto demasiado: directa, pesada, cargada de una cautela que no correspondía a sus años. Como si ya lo hubiera entendido todo y ahora solo observara, sin esperanzas.
Javier cogió una barra de pan y pasó de largo. Pero tras unos pasos, se volvió. El niño no se había movido. Permanecía allí como enraizado al suelo de baldosas, como si creyera que, si no se iba, alguien aparecería. Algo cambiaría.
Le recordaba a alguien. Más tarde, Javier comprendió: a uno de los chicos del orfanato donde había sido voluntario años atrás. Aquel niño también miraba así, como si el alma observara en silencio, sin pedir ni creer.
Diez minutos después, se encontraron en la caja. El niño llevaba dos caramelos, sin bolsa ni carrito. La cajera dijo algo—probablemente que no le llegaba el dinero—. El chico no discutió. Devolvió uno de los caramelos y pagó por el otro. Todo con un gesto sereno, preciso, adulto. Como si supiera que no se puede tener todo, que hay que elegir entre lo necesario y lo posible.
Entonces, Javier dio un paso al frente.
—Oye, ¿quieres que te compre algo? Pan, un yogur, ¿leche quizá? No tengo segundas intenciones.
El niño lo miró fijamente, con calma. Con la mirada de quien está cansado de mentiras.
—¿Por qué? —preguntó.
Sin desconfianza. Solo la certeza de que nada es gratis.
Javier vaciló. No porque no supiera la respuesta, sino porque la verdad era demasiado complicada.
—Porque sí. Porque puedo. Porque… a mí también me ayudaron una vez.
El chico guardó silencio. Luego asintió lentamente.
—Vale. Entonces, patatas cocidas. Y una salchicha. Solo una. Sin mostaza. Sabe a cosa de mayores.
Tras pagar, salieron a la calle. Javier le entregó la bolsa, intentando que el gesto pareciera natural.
—¿Dónde vives?
—Por aquí cerca. Pero no quiero ir aún. Mi madre está durmiendo. Se cansa. A veces duerme mucho. Prefiero quedarme en el banco. Desde allí se ve a la gente. Es más tranquilo.
Se sentaron en el frío banco de la parada del autobús. El chico comía despacio, sujetando la salchicha con ambas manos. Mordisqueaba con cuidado, masticando bien, como si no quisiera que se acabara demasiado pronto. No comía como un niño, sino como un adulto agradecido.
—Me llamo Rodrigo. ¿Y usted?
—Javier.
—¿Podría… ser mi padre por una hora? Sin promesas, sin para siempre. Solo sentarnos, como si todo estuviera bien. Como si yo tuviera a alguien.
Javier asintió. Algo se le encogió por dentro. No lo esperaba, pero tampoco podía negarse.
—Sí.
—Entonces, dígame que me ponga la gorra. Y regáñeme por el colegio. Así lo hacía mi madre… cuando no dormía.
Javier sonrió, al principio forzado, luego con sinceridad.
—Rodrigo, ¿dónde está tu gorra? ¿Quieres pillar un resfriado? ¿Y por qué no abotonas el abrigo? ¿Cómo te ha ido en clase?
—Matemáticas, un suficiente. Pero en comportamiento, sobresaliente. Ayudé a una señora a cruzar la calle. Se le cayó la bolsa, pero lo recogí todo. Dijo que lo importante es intentarlo.
—Muy bien. Pero ponte la gorra. Tienes que cuidarte.
Rodrigo sonrió. Tranquilo. Maduro. Terminó la salchicha, se limpió las manos con un pañuelo y lo tiró a la papelera. Luego miró a Javier.
—Gracias. Usted no es como los demás. No tiene pena ni da consejos. Solo… actúa como si fuera normal.
—Si mañana vuelvo, ¿vendrás?
—No lo sé. Quizá mi madre tenga un día malo. O quizá sí. Usted… se me quedó grabado. Sus ojos no mienten.
Se levantó, se despidió y se fue. No se volvió. Como quien sabe que nadie lo seguirá. Caminaba ligero, pero con una rigidez interna, como si guardara todo el calor dentro, temiendo que se esfumara al contacto con el aire.
Javier se quedó allí un rato. Tiró el vaso de café vacío y miró hacia donde el niño se había ido. Quiso llamarlo. Pero no se atrevió.
Al día siguiente, volvió. Y al otro. Y a la semana siguiente. Aunque nevara, aunque hiciera frío. No iba a esperar. Iba porque había prometido, aunque fuera sin palabras.
Rodrigo no aparecía siempre. A veces sí, a veces no. Javier se sentaba en el mismo banco, fingiendo leer. Pero cada vez que el chico aparecía—en aquella figura delgada, en su andar pausado, en su costumbre de mirar hacia abajo—algo se deshacía en su pecho. Como si se derritiera lo que llevaba años congelado.
Una tarde, Rodrigo llegó con dos vasos de té. De plástico, envueltos en una servilleta.
—Hoy usted ha sido mi padre. Ahora yo soy su hijo. ¿De acuerdo?
Javier solo asintió. No encontró palabras. Tenía un nudo en la garganta.
A veces, basta una hora. Solo una. Para creer que alguien te necesita. Para saber que no todo está perdido.