Padre por un Ratito

**Padre por una hora**

Alberto notó al niño por primera vez frente al mostrador de pan en una pequeña tienda en las afueras de Toledo. El chico no miraba los bollos ni las barras, sino que clavaba la vista en lo profundo de los estantes, como si esperara que de allí surgiera alguien importante. Alguien que hacía tiempo que no aparecía. O quizás, que nunca había existido. El niño era delgado, con un abrigo viejo y desgastado, la manga derecha rota. Sus zapatos dejaban asomar calcetines grises, y su gorro, torcido, parecía heredado de varias generaciones. Las mejillas, rojas por el frío; los labios, agrietados.

Su mirada no era infantil. No suplicaba ni pedía. Era la de un adulto que ha visto demasiado: directa, pesada, llena de una desconfianza madura. Como si ya lo hubiera entendido todo y ahora solo observara, sin esperanzas.

Alberto cogió una barra de pan y siguió su camino. Pero, tras unos pasos, se volvió. El niño no se había movido. Permanecía allí, como enraizado al suelo de baldosas, convencido de que, si no se iba, alguien llegaría. Algo cambiaría.

Recordaba a alguien. Solo más tarde Alberto comprendió: se parecía al chico del orfanato donde había sido voluntario años atrás. Aquel también miraba así, como si el alma hablara en silencio, sin pedir ni creer.

Diez minutos después, coincidieron en la caja. El niño llevaba dos caramelos, sin bolsa ni carrito. La cajera dijo algo—seguramente, no le alcanzaba el dinero. Sin protestar, el chico devolvió uno y pagó por el otro. Todo con calma, precisión, gestos de adulto. Como quien sabe que no puede tenerlo todo y elige entre lo necesario y lo posible.

Entonces, Alberto dio un paso al frente.

—Oye, ¿quieres que te compre algo? Pan, un yogur, leche… No temas, no hay trampa.

El chico lo miró con serenidad, sin rastro de sospecha. Como quien acepta que nada es gratis.

—¿Por qué? —preguntó.

Alberto vaciló. No por ignorar la respuesta, sino porque la verdad era demasiado compleja.

—Porque puedo. Porque… a mí también me ayudaron una vez.

El niño permaneció callado. Luego, asintió lentamente:

—Vale. Patatas cocidas. Y una salchicha. Solo una. Sin mostaza. Sabe a cosa de mayores.

Tras pagar, salieron a la calle. Alberto le entregó la bolsa, disimulando la intención tras un gesto casual.

—¿Dónde vives?

—Cerca. Pero no quiero ir aún. Mamá duerme. Se cansa. A veces duerme mucho. Prefiero el banco. Desde allí se ve a la gente. Es más tranquilo.

Se sentaron en el frío de la parada de autobús. El niño comía despacio, sujetando la salchicha con ambas manos. Mordisqueaba poco a poco, saboreando cada bocado, como si temiera que se acabara demasiado pronto. No comía como un niño, sino como alguien que agradece en silencio.

—Me llamo Hugo. ¿Y usted?

—Alberto.

—¿Podría… ser mi padre por una hora? Sin promesas. Solo sentarnos, como si todo estuviera bien. Como si alguien me esperara.

Alberto asintió. Algo se le encogió por dentro. No lo esperaba, pero no pudo negarse.

—Sí.

—Entonces, dígame que me ponga el gorro. Y regáñeme por el colegio. Así lo hacía mamá… cuando no dormía.

Alberto sonrió, primero forzado, luego con sinceridad.

—Hugo, ¿dónde está tu gorro? ¿Quieres enfermar? ¿Y la chaqueta sin abrochar? ¿Qué tal en el cole?

—Matemáticas, un suficiente. Pero en conducta, sobresaliente. Ayudé a una abuela a cruzar la calle. Se le cayó la bolsa, pero lo recogí todo. Dijo que lo importante es intentarlo.

—Muy bien. Pero ponte el gorro. Solo tienes una vida. Cuídala.

Hugo sonrió, sereno, adulto. Terminó la salchicha, se limpió las manos con un papel y lo tiró a la basura. Luego, miró a Alberto.

—Gracias. Usted no es como los demás. No da lástima ni consejos. Solo… actúa como si todo estuviera bien.

—Si vuelvo mañana, ¿vendrás?

—No sé. Quizá mamá tenga un mal día. O quizá sí. Le recuerdo. Sus ojos no mienten.

Se levantó, se despidió y se marchó. No miró atrás, como quienes saben que nadie los sigue. Caminó ligero, pero con una contención interna, como si guardara el calor dentro, temiendo que se esfumara.

Alberto se quedó un rato, observando. Quiso llamarlo, pero no se atrevió.

Al día siguiente, volvió. Y al otro. Y a la semana siguiente. Aunque nevara o hiciera frío. No iba a esperar, sino a cumplir una promesa no dicha.

Hugo no aparecía siempre. A veces sí, a veces no. Alberto se sentaba en el mismo banco, fingiendo leer. Pero cada vez que el niño aparecía—en su figura frágil, en su paso pausado, en su manera de mirar al suelo—algo se deshacía en su pecho. Como si se derritiera lo que llevaba años congelado.

Una tarde, Hugo llegó con dos vasos de té. De plástico, envueltos en servilletas.

—Hoy usted fue mi padre. Ahora yo soy su hijo. ¿De acuerdo?

Alberto solo asintió. No encontró palabras. Un nudo le cerraba la garganta.

A veces, con una hora basta. Para creer que eres importante para alguien. Y que no todo está perdido.

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Padre por un Ratito