«Papá, dame el piso — ya has vivido lo tuyo». Tras su respuesta, su hija pronunció tres palabras y cerró la puerta de un portazo.
Don Luis perdió a su esposa apenas seis meses atrás. Con ella se fue el último sostén de su vida. Seguía yendo al trabajo —no por necesidad, sino para mantener al menos un atisbo de sentido—. Era su salvación, su punto de apoyo. En la rutina de siempre encontraba consuelo, aunque fugaz. Por las tardes, cada vez más, se quedaba vagando por las calles de Madrid, sin ganas de volver a ese piso vacío y frío. La casa sin ella se había convertido en una caja de silencio, donde el eco de sus pasos sonaba más triste que el propio vacío.
Sus hijos —Lucía y Javier— lo visitaban poco. Cada vez menos. Hasta que casi dejaron de hacerlo. Parecía que, con la muerte de su madre, se había roto lo último que los unía. Don Luis temía a la soledad, pero más aún a convertirse en un viejo inútil para sus propios hijos.
A menudo se sorprendía buscando rostros conocidos entre la gente. Miraba fijamente, esperando que alguien se detuviera, lo saludara, lo abrazara. Pero la multitud seguía de largo. Y el dolor en su pecho crecía —si no por enfermedad, por la ausencia—.
Entonces llegó ella —Lucía, su hija. No con cariño ni calor, sino con cálculo en la mirada. Sus visitas siempre eran breves, secas, girando siempre en torno al mismo tema: el piso. Esta vez no se anduvo con rodeos.
—Papá, ¿hasta cuándo? Vives solo en un piso de cuatro habitaciones. ¡Es un disparate! Véndelo, cómprate uno más pequeño. Dame el dinero —tenemos una hipoteca, los niños necesitan su espacio.
Él no habló. Sus manos temblaban. Las palabras se le atragantaban.
—Lucía, sabes que esta casa es lo que quedó de tu madre. No puedo simplemente… —no terminó la frase.
Su hija se levantó de un salto.
—Ya has tenido tu vida, papá. Piensa en nosotros por una vez —su voz temblaba de irritación.
—¿Y tú cuándo volverás a pensar en mí? —preguntó él, casi en un susurro.
Ella ya estaba en la puerta. Se giró y soltó:
—Cuando ya no estés.
El portazo retumbó en el piso como un disparo. Don Luis se quedó inmóvil, incapaz de reaccionar. Luego, con esfuerzo, marcó el número de su hijo.
—Javier, háblame. Ha venido Lucía… otra vez por el piso… No quiero venderlo —su voz quebraba.
Al otro lado, un suspiro.
—Papá, ¿y qué quieres? Estás solo, el piso es enorme. Si te soy sincero, a mí tampoco me vendría mal algo de ayuda. El coche está viejo, quiero cambiarlo. Véndelo, no seas egoísta.
—¿Y tú cuándo vendrás? —preguntó con un hilo de esperanza.
—Si vendes el piso, iré.
No terminó la llamada. Colgó. Se puso el abrigo y salió. El peso en el pecho le ahogaba, como si el aire se hubiera vuelto espeso. Caminó sin rumbo hasta encontrar un banco vacío junto al parque del Retiro. Se sentó. Inclinó la cabeza. El corazón le latía lento, con esfuerzo. Y luego… simplemente se detuvo.
Don Luis murió solo. Entre árboles, bajo un cielo gris, con el móvil en el bolsillo. Nadie lo esperaba. Nadie lo buscaba. Nadie lo amaba. Su corazón no aguantó la traición —o más bien, la indiferencia—. No lo querían como persona, ni como padre. Solo como dueño de un piso.
Y al día siguiente, la puerta volvió a abrirse. Lucía entró —con llaves en mano—. Sus ojos no tenían lágrimas, solo cuentas por resolver. Javier llegó después —con su coche nuevo aparcado abajo—. El piso olía a polvo y soledad. Y en la mesa, una foto vieja. Donde estaban todos juntos. Con mamá. Con papá. Felices.
Pero la felicidad, como el amor, se va. Sobre todo si se mide en metros cuadrados.