Padre anciano es expulsado de su hogar. Una mano misteriosa toca su rostro cuando el frío lo alcanza.

El hijo y la nuera echaron al viejo padre de su propia casa. El hombre ya se estaba congelando cuando una pata tocó su cara.

José estaba sentado en un banco helado en un parque de Madrid, temblando por el frío cortante. El viento aullaba como un lobo hambriento, la nieve caía a copos, y la noche parecía un abismo negro interminable. Miraba el vacío frente a él, incapaz de comprender cómo había llegado a estar en la calle después de construir su casa con sus propias manos.

Hace solo unas horas estaba entre las paredes que había conocido toda su vida. Pero su hijo, Rodrigo, lo miró con una indiferencia helada, como si fuera un extraño, no su padre.

— Papá, a Marta y a mí nos queda chico esto, — dijo sin siquiera pestañear. — Ya no eres joven, estarías mejor en una residencia o en una habitación alquilada. Tienes tu pensión…

Marta, su nuera, asintió en silencio, como si fuera la decisión más natural del mundo.

— Pero… es mi casa… — la voz de José temblaba no por el frío, sino por el dolor de la traición, que lo desgarraba por dentro.

— Tú mismo lo pusiste todo a mi nombre, — Rodrigo se encogió de hombros con una fría indiferencia que dejó a José sin aliento. — Los documentos están firmados, padre.

En ese momento comprendió que ya no tenía nada.

No discutió. Orgullo o desesperación — algo le hizo simplemente darse la vuelta y marcharse, dejando atrás todo lo que le importaba.

Ahora estaba en la oscuridad, envuelto en un viejo abrigo, con pensamientos confusos: ¿Cómo pudo confiar en su hijo, criarlo, darle todo, y al final ser el sobrante? El frío calaba hasta los huesos, pero el dolor en el alma era más fuerte.

De pronto sintió un contacto.

Una cálida pata peluda se posó suavemente sobre su mano helada.

Delante de él había un perro — enorme, peludo, con ojos amables, casi humanos. Lo miró con atención y luego rozó su mano con el hocico húmedo, como susurrando: “No estás solo”.

— ¿De dónde has salido, amigo? — susurró el anciano, conteniendo las lágrimas que llegaban a su garganta.

El perro movió la cola y mordisqueó suavemente el borde de su abrigo.

— ¿Qué tramas? — se sorprendió José, pero ya no había tristeza en su voz.

El perro insistía, y el anciano, suspirando profundamente, decidió seguirlo. ¿Qué tenía que perder?

Recorrieron varias calles nevadas cuando se abrió la puerta de una pequeña casa. En el umbral estaba una mujer, envuelta en un cálido chal.

— ¡Duque! ¿Dónde te habías metido, pillín? — empezó a decir, pero al ver al anciano tembloroso, se detuvo. — Dios mío… ¿Se encuentra mal?

José quiso decir que estaría bien, pero de su garganta solo salió un gemido ronco.

— ¡Pero si se está congelando! ¡Entre de prisa! — lo agarró del brazo y casi lo arrastró a la fuerza dentro de la casa.

José despertó en una habitación cálida. En el aire flotaba el aroma de café recién hecho y algo dulce — quizá bollos de canela. No comprendió de inmediato dónde estaba, pero el calor se extendía por su cuerpo, alejando el frío y el miedo.

— Buenos días, — se oyó una voz suave.

Se giró. La mujer que lo había rescatado estaba en la puerta con una bandeja en las manos.

— Me llamo Isabel, — sonrió. — ¿Y usted?

— José…

— Bueno, José, — su sonrisa se ensanchó, — mi Duque no suele traer a cualquiera a casa. Tiene suerte.

Él le devolvió una débil sonrisa.

— No sé cómo agradecerle…

— Cuénteme cómo terminó en la calle con este frío, — le pidió, colocando la bandeja sobre la mesa.

José vaciló. Pero los ojos de Isabel mostraban tanto interés sincero, que de pronto lo contó todo: sobre la casa, sobre su hijo, sobre cómo lo traicionaron aquellos por quienes vivía.

Cuando terminó, la habitación quedó en un silencio pesado.

— Quédese aquí, — dijo de repente Isabel.

José la miró, lleno de sorpresa.

— ¿Qué?

— Vivo sola, solo Duque y yo. Necesito compañía y usted necesita un hogar.

— Yo… no sé qué decir…

— Diga “sí”, — sonrió nuevamente, y Duque, como si estuviera de acuerdo, le rozó la mano con el hocico.

Y en ese momento José comprendió: había encontrado una nueva familia.

Unos meses después, con la ayuda de Isabel, acudió a los tribunales. Los documentos que Rodrigo lo forzó a firmar fueron anulados. La casa volvió a sus manos.

Pero José no regresó allí.

— Ese lugar ya no es mío, — dijo en voz baja, mirando a Isabel. — Que se la queden.

— Y es lo correcto, — asintió ella. — Porque tu hogar está aquí ahora.

Miró a Duque, a la acogedora cocina, a la mujer que le dio calor y esperanza. La vida no había terminado — sólo estaba comenzando, y por primera vez en años, José sintió que aún podría ser feliz.

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Padre anciano es expulsado de su hogar. Una mano misteriosa toca su rostro cuando el frío lo alcanza.