**Diario de un hombre**
El padre abandonó a su familia por otra mujer cuando su hija tenía cuatro años. Se fue justo después de Año Nuevo; en la puerta, le dijo “perdón” a la niña y cerró la puerta de entrada. La madre lo asumió con una calma extraña, como si fuera algo inevitable. En nuestra familia, ninguna mujer había tenido uniones duraderas. Pero unas semanas después, por la noche, tomó todos los comprimidos de diazepam y paracetamol que había en casa y se durmió para siempre.
Por la mañana, Ana intentó despertar a su madre durante mucho tiempo, gritando con desesperación. Luego improvisó un desayuno con lo que encontró en la nevera y volvió a intentarlo. Cansada, terminó dormida, abrazada a ella.
Los días de enero pasan rápido, y ya empezaba a anochecer cuando la niña abrió los ojos. El frío la hizo despertar, tiró de la manta hacia sí y se apretó aún más contra el cuerpo de su madre, pero solo sintió más helor. Fue entonces cuando Ana notó que el frío insoportable venía de ella misma. Lágrimas ardientes le quemaron las mejillas.
En la entrada, la puerta se abrió. Ana corrió como un vendaval: era Isabel, la hermana menor de su madre.
Ana, estás en casa. ¿Dónde está tu madre? Llevo todo el día llamándola, ¿por qué no contesta? ¡Estoy preocupada!
La niña se aferró al abrigo de Isabel y la arrastró con fuerza. La miró con ojos llenos de lágrimas, señalando hacia el dormitorio mientras gritaba sin sonido. La boca se le abría, su expresión era de dolor, pero no salía ningún ruido.
Isabel nunca pudo tener hijos, por eso su marido la dejó después de cinco años de matrimonio. Al no tenerlos, quería a su sobrina con un amor casi maternal. Cuando ocurrió la tragedia, hizo todos los trámites para ser su tutora. Le dio todo su cariño, pero ni tratamientos ni rehabilitaciones en tres años le devolvieron la voz.
Ese invierno, el frío llegó con las fiestas de San Antonio, trayendo nieve verdadera. Ana y sus amigas pasaron el día deslizándose en trineo por el Parque del Retiro, hicieron una familia de muñecos de nieve y se tiraron al suelo para dibujar ángeles.
Es hora de irnos. Tu ropa está helada y los guantes son bloques de hielo. Vamos. Pasamos por el supermercado a por leche y pasta dijo Isabel apresurada.
La gente entraba y salía, las puertas se abrían y cerraban, pero un gato naranja seguía sentado junto a la entrada, con aire sabio, como si no necesitara nada, solo moviendo las patas por el frío. Ana se agachó junto a él y lo acarició. Hizo señas a Isabel para que entrara sola.
Vale, voy rápido, pero no te muevas de aquí.
La niña acarició despacio al gato, que se levantó, arqueó el lomo y ronroneó. Ana lo abrazó y apoyó su cara contra la suya. De pronto, lágrimas calientes rodaron por sus mejillas, y el gato empezó a lamerlas, estornudó y siguió lamiendo.
¡Qué asco! ¿Qué haces? Es un gato callejero, está sucio.
Isabel la agarró de la mano y la llevó hacia el coche. Ana forcejeó, pero su tía la metió en el asiento trasero y se sentó al volante.
El gato siguió al coche, mirando a Ana y maullando.
No puede ser, es mío y lo estoy abandonando susurró Ana, deslizando los dedos por el cristal empañado.
¿Has hablado? Repítelo, dilo otra vez pidió Isabel con voz temblorosa.
¡No podemos dejarlo! ¡Se morirá sin mí! gritó la niña directamente.
Isabel salió del coche, recogió al gato y se sentó con Ana en el asiento trasero. El animal, asustado, clavó las uñas en su abrigo, pero al ver a la niña, saltó a su colo y se quedó quieto.
¿Querías un gato? Con decírmelo, te habría conseguido uno hace tiempo sonrió Isabel, feliz.
**Reflexión:** A veces, el amor más puro no necesita palabras. Solo un gesto, un gato callejero y el corazón roto de una niña para recordarnos que las segundas oportunidades existen.