El padre abandonó a su familia por otra mujer cuando su hija apenas tenía cuatro años.
Salió de casa una fría mañana de enero, justo después de la Nochevieja, y en el umbral solo alcanzó a decirle “lo siento” a la pequeña Lucía antes de cerrar la puerta. Su madre, Carmen, lo asumió con una calma extraña, como si fuera un destino escrito en su sangre. Ninguna mujer de su familia había conocido un amor que durara. Pero semanas más tarde, en la quietud de la noche, tomó todos los comprimidos de diazepam y paracetamol que encontró en el botiquín y se durmió para siempre.
Al amanecer, la niña intentó despertarla durante horas, llamándola a gritos. Luego, con manos temblorosas, preparó un desayuno con lo que halló en la nevera antes de volver a acurrucarse junto a su madre. Agotada, se durmió abrazada a ella.
Los días de enero pasan rápido, y ya caía la tarde cuando Lucía abrió los ojos. El frío la despertó, tiró de la manta hacia sí y se apretó contra el cuerpo de Carmen, pero solo notó un helor que la traspasó. Entonces comprendió: aquel frío insoportable venía de su madre. Lágrimas ardientes le quemaron las mejillas.
En ese momento, la puerta se abrió. Lucía corrió como un vendaval hacia la entrada; era su tía Isabel, la hermana menor de Carmen.
Lucía, cariño, ¿dónde está tu madre? Llevo todo el día llamándola. ¿Por qué no contesta? preguntó con voz agitada.
La niña se aferró al abrigo de Isabel y tiró con fuerza. Sus ojos, desbordados de lágrimas, señalaban hacia el dormitorio mientras su boca se abría en un grito mudo. No salía ningún sonido.
Isabel nunca pudo tener hijos, y por eso su marido la abandonó al cabo de cinco años de matrimonio. Sin hijos propios, volcó todo su cariño en su sobrina, como una segunda madre. Cuando ocurrió la tragedia, no dudó en ocuparse de los trámites para quedarse con Lucía. Durante tres años, la rodeó de cuidados, pero ni médicos ni terapias lograron devolverle la voz.
Aquel invierno, el frío llegó con las fiestas de San Antonio, cubriendo Madrid de una nieve crujiente. Lucía y sus amigas pasaron el día deslizándose en trineo por el parque del Retiro, hicieron una familia entera de muñecos de nieve y jugaron hasta que los dedos se les entumecieron.
Es hora de irnos. Tu ropa está helada, y los guantes parecen bloques de hielo. Vamos, pasaremos por el supermercado a comprar leche y pasta dijo Isabel apresurada.
La entrada del supermercado bullía de gente, pero junto a la puerta, inmóvil como una estatua, había un gato atigrado de pelaje anaranjado. Lucía se agachó frente a él y acarició su lomo con suavidad. El animal se arqueó, ronroneando, y de pronto la niña lo abrazó con fuerza, enterrando el rostro en su pelo. Las lágrimas brotaron sin control, y el gato, curioso, las lamía entre pequeños estornudos.
¡Qué asco! Es un gato callejero, está sucio protestó Isabel, tomándola de la mano para llevársela.
La niña forcejeó, pero su tía la subió al coche de todas formas. El gato, sin embargo, los siguió, maullando junto a la ventanilla.
No puedo dejarlo Él es mío ahora susurró Lucía, arrastrando los dedos por el cristal empañado.
¿Has hablado? Isabel contuvo el temblor en su voz. Repítelo, por favor.
¡No podemos abandonarlo! ¡Se morirá sin mí! gritó la niña, mirándola directamente.
Sin pensarlo, Isabel bajó del coche, cogió al gato y se sentó con Lucía en el asiento trasero. El animal, nervioso, clavó sus uñas en su abrigo, pero al ver a la niña, saltó a su regazo y se acomodó.
Si querías un gato, solo tenías que decírmelo. Hace tiempo que te habría buscado uno dijo Isabel, sonriendo entre lágrimas.






