Otra vez con problemas…
—Julia, por favor, ¿vamos? —rogaba Lucía, con voz quejumbrosa.
—No quiero. No conozco a nadie allí. Ve tú sola o invita a Alicia o a Marisa —contestó Julia, sin levantar la vista de sus apuntes—. Los exámenes están cerca, tengo que estudiar.
—Marisa está enfrascada en los libros, Alicia no sale sin su Daniel, y si voy sola parecerá que voy detrás de Adrián.
—¿Y acaso no es así? —preguntó Julia, arqueando una ceja.
—Julia, por favor… —Lucía juntó las manos como si rezara, suplicante.
—Vale. Pero si me dejas sola allí, te mato —advirtió Julia, levantándose del sofá.
Los padres de uno de los veteranos de la universidad se habían ido a trabajar a Sudamérica por un año, dejando el piso libre. Los sábados solían celebrar fiestas allí. Se reunían estudiantes de últimos cursos, algunos recién graduados, incluso, que compartían sus experiencias con cierto aire de superioridad, sobre todo con los de primero.
Lucía había llegado a ese círculo por casualidad. Antes salía con un chico de cuarto que la introdujo en el grupo. Luego rompieron, pero ella ya había fijado sus ojos en Adrián. Por eso insistía en que Julia la acompañara, esperando reencontrarse con él. Con los exámenes, no podían verse en la facultad.
Julia se puso unos vaqueros y una blusa blanca, holgada, metida por un lado. Su figura delgada y alta hacía que el conjunto le sentara bien. Se delineó los ojos, soltó el pelo y se giró hacia Lucía, que esperaba impaciente.
—¿Qué hacemos aquí, a quién esperamos? —preguntó Julia.
—Oye, te queda genial el delineado. Pareces una mujer misteriosa de Oriente.
—Solo una cosa: si Adrián no está, nos vamos —aclaró Julia.
—Vale —aceptó Lucía sin dudar.
La puerta la abrió una mujer joven, con vaqueros, una camisa de hombre y un cigarrillo entre los labios, el pelo rizado y revuelto. Entrecerró los ojos por el humo mientras las examinaba. Sin decir palabra, señaló con la cabeza hacia dentro. La música no era muy alta, pero se escuchaban voces.
—No te quites los zapatos, aquí no se hace —susurró Lucía al oído de Julia, aunque se notaba que ella también estaba nerviosa. En el centro de la habitación había una mesa con restos de comida, botellas de vodka medio vacías y vino barato. En el sofá, un chico rodeado de dos chicas; otros dos discutían en la mesa. Una pareja bailaba junto a la ventana, o más bien, se movía sin mucho espacio. Nadie les prestó atención. Si alguien las miró, fue con indiferencia. ¿Qué iban a hablar con unas estudiantes de primero?
Se sentaron en un sofá libre junto a la pared. Sonó el timbre, y la misma mujer de la camisa entró con dos chicos. El resto los recibió con entusiasmo, estrechando sus manos hasta los que bailaban los abandonaron para saludarlos.
—¡Ahí está! —Lucía se levantó de un salto y se acercó a ellos, hablándole a uno. El chico no parecía entusiasmado, contestó algo con desgana. El otro, sin embargo, miraba fijamente a Julia. Era más alto que los demás, atlético, guapo, con unos ojos grises inteligentes. Julia bajó la vista, turbada.
—Hola. ¿Aburrida? —El chico se sentó a su lado. De cerca parecía mayor—. No te había visto antes. ¿Bailamos? —Le tendió la mano. Su palma era grande, fuerte y cálida.
Comenzaron a moverse lentamente junto a la ventana donde antes bailaban otros. La música no ahogaba la conversación. Él le preguntó por su curso, su carrera, si vivía con sus padres o en la residencia… La habitación se llenaba poco a poco de más gente. Julia decidió que aquel piso, que le había parecido pequeño, debía de tener habitaciones ocultas.
Lucía se acercó al rato, visiblemente disgustada.
—Me voy —dijo.
—Yo también —murmuró Julia, mirando con pena a su compañero—. No quiero dejarte.
—Os acompaño —dijo él—, solo me despido.
Al salir a la calle, Lucía soltó:
—Imbécil —refiriéndose a Adrián.
Julia apenas la escuchaba, ensimismada. El chico apareció en la puerta y se acercó.
—Bueno, chicas, ¿nos presentamos? Javier.
—¿Javier Méndez? ¿El capitán del equipo de fútbol? ¡No sabía dónde te había visto! —exclamó Lucía, emocionada.
—¿Te gusta el fútbol? —preguntó Javier, sorprendido.
—Salí con un fanático tuyo. No se perdía ni un partido —chilló Lucía—. ¡Increíble! Javier Méndez en persona.
Lucía intentó acaparar su atención sin éxito. Javier lo notó.
—Lucía, ¿dónde vivís?
—Yo te enseño —dijo ella, y no paró de hablar en todo el camino.
Julia caminaba en silencio a su lado.
—Aquí vivo yo, y Julia en el siguiente edificio. ¿Nos vemos otra vez? —preguntó Lucía, esperanzada.
—Adiós —dijo Julia, dirigiéndose a su casa.
—¡Julia, espera! —Javier corrió tras ella.
Lucía los miró con resentimiento. Ella esperaba continuar la conversación.
El frescor de la tarde aliviaba el calor del día. Julia y Javier hablaron frente al portal, sin ganas de separarse. Él contó que trabajaba en un periódico pequeño, que siempre quiso ser periodista, llegar a la televisión.
—Pronto oirán hablar de mí —dijo con seguridad—. ¿Y tú serás profesora? ¿Siempre lo has soñado?
—¿Qué pasa? —se defendió Julia.
—Nada, solo preguntaba —se disculpó—. Dame tu número.
—¿No lo tienes? —Ella sacó el móvil y se lo dio.
Javier marcó su propio número y su teléfono sonó en el bolsillo. Julia sintió un calor repentino al pensar que volverían a verse.
—No te esperaba esto, amiga. Tímida, y te enganchas a Javier Méndez —llamó Lucía esa noche—. Cuéntame. ¿Salisteis? ¿Os besasteis?
—No, me fui a casa. Tengo que estudiar para el último examen. —No mencionó lo de los números.
Javier llamó dos días después, cuando Julia ya había perdido la esperanza. Acababa de terminar sus exámenes. La sesión de verano había terminado, era tiempo de disfrutar. Él la invitó a dar un paseo en pedaletas, luego fueron a un café…
Se veían casi a diario. Julia se enamoró. Él tenía un coche antiguo, y salían de la ciudad a pasear, a nadar…
Un día de lluvia, no podían salir. Javier sugirió ir a casa de un amigo. Julia aceptó, pero se puso tensa cuando él abrió la puerta con su propia llave.
—¿Dónde está tu amigo? ¿Sueles traer chicas aquí? —preguntó, retrocediendo hacia las escaleras. Javier la sujetó de la mano.
—Solo estaremos un rato. Tomaremos algo. Mi amigo está de vacaciones, me dejó las llaves.
Julia dudó, pero se quedó. Estaba enamorada. Si algo pasaba, bueno… Ocurriría tarde o temprano. Bebieron té, pero la conversación no fluía. Todo sucedió sin más. Javier fue tierno, cariñoso…
Desde entonces, se veían a menudo en ese piso. Hasta que Javier se fue de viaje por trabajo. O eso dijo.
Un día abUn día, años después, Julia lo vio por casualidad en la televisión, trabajando en un programa local, y sonrió al darse cuenta de que, al fin y al cabo, ningNinguno de los dos había alcanzado del todo sus sueños, pero a Julia ya no le importaba, porque al mirar a su hija y a Nicolás, entendió que la verdadera felicidad estaba en lo que ya tenía.