Si vuelves a llamar basura a mi comida, comerás en la calle dijo Lucía a su suegra.
Lucía miró el reloj: las seis y media. Javier llegaría del trabajo en media hora, mientras que Doña Carmen ya estaba sentada en el salón, hojeando una revista y lanzando miradas de desaprobación hacia la cocina. El crepúsculo otoñal caía sobre Madrid, y el piso empezaba a enfriarse.
Encendió el fogón y colocó la sartén. Hoy preparaba albóndigas de pollo con trigo sarraceno y una ensalada de verduras frescasnada extraordinario, pero nutritivo y sabroso. Tras cinco años de matrimonio, Lucía había aprendido a cocinar de forma rápida y sustanciosa, pues después de su jornada en la peluquería, no le quedaba tiempo para grandes elaboraciones.
Otra vez friendo algo se oyó desde el salón. Huele a grasa por toda la casa.
Lucía volteó las albóndigas en silencio. Doña Carmen se había mudado con ellos hacía seis meses, después de vender su pequeño piso en las afueras. Oficialmente, para ayudar con la hipoteca, pero en realidad no había aportado ni un euro, gastándose el dinero en un viaje a un balneario y muebles nuevos para su habitación.
El sonido de la llave en la cerradura anunció la llegada de Javier. Trabajaba como ingeniero en una fábrica y siempre volvía cansado, pero de buen humor.
Hola, cariño dijo Javier, besando a Lucía en la mejilla. ¿Qué tal? Huele delicioso.
La cena está casi lista respondió Lucía con una sonrisa. Ve a lavarte, en un momento servimos.
Javier se dirigió al baño mientras Doña Carmen apareció en la cocina. Era una mujer corpulenta, con el pelo corto y la costumbre de decir lo que pensaba sin importarle los sentimientos ajenos.
Javier necesita comer bien, no estas tonterías dijo Doña Carmen, mirando la sartén con desdén. Trabaja duro y le das restos de comida.
Lucía colocó los platos en la mesa: servilletas, cubiertos, pan. Todo como siempre. En seis meses de convivencia, los comentarios de su suegra habían sido tantos que ya había aprendido a ignorarlos.
Mamá, no digas eso intervino Javier al salir del baño. Lucía cocina muy bien.
Tú piensas eso porque no sabes cómo debe cocinar una buena ama de casa replicó Doña Carmen, sentándose a la mesa. Mi suegra, que en paz descanse, alimentaba a diez personas con un solo guiso. Y esta…
Lucía sirvió las albóndigas con el trigo. Javier tomó el tenedor y probó.
Está muy rico, gracias.
Doña Carmen examinó su plato con desconfianza, cortó un trocito de albóndiga, lo masticó y frunció el ceño.
¡Qué asco de comida!
Las palabras quedaron suspendidas en el aire. Lucía se quedó inmóvil con la ensaladera en las manos, mirando fijamente a su suegra. Doña Carmen siguió masticando, ignorando la reacción de su nuera.
Javier dejó el tenedor y miró alternativamente a su esposa y a su madre. El silencio era tan denso que se escuchaba el tictac del reloj de la pared.
Lucía dejó la ensaladera en la mesa con calma. Recogió su plato y el de Javier sin probar bocado, los llevó al fregadero y los dejó allí. Después volvió por la ensaladera y el pan.
Lucía, ¿qué haces? preguntó Javier. No he terminado de comer.
Mañana comerás respondió ella, retirando el resto de la mesa. La cocina está cerrada.
Doña Carmen alzó una ceja y sonrió con sorna:
¡Vaya drama! Montar un numerito por una palabra.
Lucía se volvió hacia ella. Su voz era tranquila, pero firme:
Si vuelves a llamar basura a mi comida, comerás en la calle.
No exageres replicó Doña Carmen, haciendo un gesto despectivo. ¿Tan sensible eres?
Lucía no respondió. Terminó de fregar los platos, se secó las manos y se fue al dormitorio. Javier se quedó sentado frente a la mesa vacía, mientras Doña Carmen terminaba su té murmurando algo sobre la juventud malcriada.
En la habitación, Lucía se sentó en la cama y miró por la ventana. Las farolas brillaban bajo la lluvia otoñal. Cinco años atrás, cuando se casó con Javier, había imaginado una vida muy distinta. Entonces, Doña Carmen le parecía una suegra comúnalgo brusca, pero no malintencionada. Javier era atento y cariñoso, y Lucía creyó que, con el tiempo, la relación con su madre mejoraría.
Pero seis meses bajo el mismo techo le habían mostrado la verdadera cara de Doña Carmen. Las críticas eran diarias: cocinaba mal, limpiaba peor, se vestía de manera vulgar, trabajaba donde no debía. Javier intentaba mediar, pero siempre tomaba partido por su madre cuando el conflicto escalaba.
Lucía susurró Javier al entrar. No te enfades con mamá. Ya sabes cómo es… directa. Pero en el fondo es buena.
¿Buena? Lucía se volvió hacia él. Javier, tu madre no ha dicho una palabra amable en seis meses. Ni un elogio, ni un gracias. Solo críticas.
Es que dice las cosas como son. No todos saben apreciar su sinceridad.
¿Llamar basura a mi comida es sinceridad?
Javier se sentó al borde de la cama:
Mira, quizá podrías cocinar algo distinto. A mamá le gustan los platos tradicionales: cocido, patatas con carne…
Lucía lo miró con atención. Él no entendía el problema. Para Javier, su madre era una autoridad incuestionable, y su esposa, alguien que debía adaptarse.
Cocino lo que sé y lo que nos gusta. Si a tu madre no le conviene, que cocine ella.
Mamá ya no es joven, le cuesta…
Javier Lucía se levantó. Tu madre tiene cincuenta y ocho años. Está sana, ágil y es perfectamente capaz de cocinar. Pero prefiere sentarse en el sillón y criticarme.
No hables así de mi madre.
¿Cómo quieres que hable? Llevo seis meses aguantando sus pullas, intentando complacerla, y solo recibo desprecio.
Javier se levantó y se dirigió a la puerta:
Voy a hablar con mamá. Le pediré que sea más cuidadosa con sus palabras.
Cuando él salió, Lucía se tumbó y cerró los ojos. Desde el salón llegaban voces apagadasJavier explicando algo, su madre respondiendo indignada. Diez minutos después, todo quedó en silencio.
Javier regresó con el ceño fruncido:
He hablado con mamá. Promete ser más prudente.
¿Y tú te lo crees?
Dale una oportunidad. Quizá cambie.
Pero Lucía ya no creía en promesas. Doña Carmen era de esas personas que consideran su opinión la única válida y sus críticas, una muestra de cariño. Nada haría que cambiara.
Aquella noche, Lucía no pudo dormir. Reflexionó sobre sus opciones. Podía seguir aguantando, esperando que su suegra se mudara algún día. O podía actuar de otra manera.
Al amanecer, tomó una decisión. Se levantó a las seis, se vistió en silencio y salió hacia su trabajo. Durante el día, mientras atendía a las clientas en la peluquería, planeó cómo ejecutar su idea. Consultó con compañeras, buscó información.
Al volver a casa, estaba decidida a cambiar las reglas. Javier y Do







