—¿Otra vez arroz con huevo, mamá? ¡No aguanto más esta miseria! —gritó lleno de rabia.
La madre se estremeció de miedo. La cuchara se le cayó de las manos temblorosas. Bajó la mirada, intentando ocultar su vergüenza.
—Es todo lo que tenemos, hijo… —susurró con voz débil.
El chico golpeó el plato contra la mesa. El arroz se esparció por el suelo. Algunos granos se pegaron al rostro de su madre.
—¡Pues cómetelo tú sola, esta porquería entonces! —exclamó antes de darle la espalda.
Ella no respondió.
Se arrodilló, temblando, y comenzó a recoger los granos del suelo, uno a uno.
Como si intentara salvar lo poco que quedaba… tanto de comida como de dignidad.
Luego, fue a su habitación.
Se arrodilló junto a la cama, como hacía cada noche.
Y rezó. Por él.
Pero su hijo ya no sentía amor.
No veía valor alguno en ella.
Días después, anunció:
—Me voy. Estoy harto de esta vida de pobre. Me voy a Madrid, quiero algo mejor.
Ella no lo detuvo. No lloró.
Pero, con el corazón destrozado, apretó su mano y le dijo:
—Prométeme solo una cosa: contesta mis llamadas. Te lo suplico, hijo… te lo ruego.
Él suspiró, molesto.
Entonces ella añadió, con voz quebrada:
—Estoy cansada… Siento que mi tiempo se acaba.
El día que deje de llamarte… será porque ya no esté.
Él le soltó la mano bruscamente y se marchó.
Ni siquiera se despidió como debía.
────
Madrid no era como lo había soñado.
Trabajó en mil sitios: cargando cajas, vigilando discotecas, mezclando cemento en obras.
Comer era un lujo. El dinero, aún más.
Pero cada día… sonaba el teléfono.
—Hola, hijo… ¿cómo estás?
—Ocupado, mamá. Adiós.
Y colgaba. Cada vez más seco. Cada vez más distante.
Hasta que un día… el teléfono no sonó en absoluto.
Y ese silencio… fue más fuerte que cualquier palabra.
Pasó todo el día mirando la pantalla.
Llegó la noche. Y pensó:
“Está muerta.”
No lloró.
Ni siquiera intentó devolver la llamada.
Menos aún ir al funeral.
No tenía dinero. Pero aunque lo hubiera tenido, no habría ido.
────
Pasaron los días. Sabía que su madre había muerto.
Cansado de la pobreza, aceptó una oferta:
—El trabajo es fácil. Solo tienes que conducir —le dijo un conocido.
El coche iba lleno de drogas. Lo sabía.
Pero quería dinero rápido.
Esa noche, se sentó al volante, ajustó el espejo, agarró el timón…
Y el teléfono vibró.
Número desconocido.
Contestó.
—Hijo… por favor, no lo hagas. No salgas.
Vuelve. Ahora. Te lo pido.
La voz… era la suya.
Su corazón se aceleró.
—¡¿Mamá?! ¡¿Estás viva?!
—Escúchame. Vuelve a casa. Y cuídate.
Y colgó.
Intentó llamar de nuevo.
Pero una grabación fría le heló el pecho:
“El número no existe.”
Salió del coche. Sudaba frío. La respiración se le cortaba.
Vendió todo lo que pudo. Ropa, un par de zapatos.
Montó un puesto callejero. Juntó algo de dinero, suficiente para regresar.
────
Cuando llegó, todo estaba en silencio.
Los vecinos lo miraban con tristeza.
—Tu madre murió hace un mes…
Se derrumbó en la acera.
—No puede ser… ¡me llamó ayer!
—No es posible, hijo. Hace mucho que se fue.
Entró en la casa.
En el aire aún quedaba su olor.
El silencio era insoportable.
En la habitación, junto a la cama, dos marcas hundidas en el suelo.
Donde ella se arrodillaba cada noche a rezar… por él.
En un rincón, un papel con una lista de oraciones.
Su nombre, el primero. Todos los días.
Desde que se fue… hasta el último.
Se arrodilló en el mismo lugar.
Lloró. Desconsolado. Sin aliento.
Fue a la cocina a lavarse la cara… y lo vio.
Un papel doblado en la mesa.
No era una carta.
Era una oración escrita por ella:
“Señor, siento que me voy.
Y si muero, ya no podré rezar por mi hijo.
Así que… te lo entrego a Ti.
Si alguna vez está en peligro, te suplico… adviértele.
Llámale a este número.”
Y abajo… estaba su número.
En ese instante, el teléfono vibró.
Una notificación:
“Tiroteo en zona industrial. Conductor fallecido. Carga desaparecida.”
En la foto, el mismo coche que iba a conducir esa noche.
Cayó de rodillas.
Y entendió.
Esa llamada… vino del cielo.
Dios escuchó la última oración de una madre.
Y salvó al hijo que no supo amar.
Si tu madre aún te llama… contesta.
Antes de que sea tarde.