Ordenador roto y culpa de la suegra

**El portátil roto y la suegra que nos culpó**

Daniel y Alba decidieron celebrar el aniversario de cuando se conocieron en una acogedora cafetería del centro de Barcelona. Llegaron a casa pasada la medianoche.

—¡Por fin aparecen! —los recibió en la puerta la madre de Daniel, Carmen López, con los brazos cruzados—. ¿Dónde os habíais metido? ¡Aquí sola cuidando de vuestros sobrinos!

—Mamá, ¿qué pasa? —preguntó Daniel, sorprendido—. Si adoras a los hijos de Lucía.

—¿Tan difícil ha sido estar con ellos? —añadió Alba mientras se quitaba el abrigo.

—¡Vosotros de fiesta mientras yo me parto la espalda! —cortó la suegra—. ¿Y dónde está la madre de estos críos?

—Ella está ocupada, ¡claro, vosotros a descansar! —Carmen señaló la cocina—. ¡A fregar los platos! Ya habéis disfrutado, ahora a trabajar.

Daniel, frunciendo el ceño, abrió su portátil. De pronto, sus manos apretaron la pantalla con fuerza. Había visto algo que le heló la sangre.

Tras la boda, Daniel y Alba alquilaron un piso, pero pronto tuvieron que mudarse con la suegra: el dinero no daba para más. Los padres de Alba vivían en un minipiso con su hermano pequeño, así que no había espacio para la pareja. Daniel cambió de trabajo: el sueldo era menor, pero prometían ascenso.

—Alba, esto es temporal —intentaba convencerla Daniel—. Con mi madre ahorraremos. Vive sola, mi hermana solo viene de visita y a veces deja a los niños. Lo llevaremos bien.

—Podría buscar un trabajo extra, y tú también —propuso Alba.

—¿Qué, trabajar las veinticuatro horas? —se encendió Daniel—. ¿Todo el día en la oficina y luego corriendo a otro sitio? ¿Llegar a casa solo para dormir? ¿Cuándo vivimos?

—¿Y esto es vivir? —suspiró Alba—. ¿Con tu madre respirándonos en la nuca?

—¡No hay dinero! Si le caes bien, antes podremos ahorrar para nuestro piso.

Alba calló. No le apetecía vivir con su suegra. Solo había visto a los sobrinos de Daniel, hijos de su hermana Lucía, una vez en la boda. Eran ruidosos, malcriados, y no le habían causado buena impresión. Pero no había alternativa.

—¿Y qué pasa? —les recibió Carmen López—. Mejor que pagar a un casero. Dividimos gastos: vosotros dos partes, yo una. Yo compro y cocino, vosotros limpiáis.

—Vale, mamá —aceptó Daniel—. ¿Alba, te parece?

—Sí… —exhaló ella.

Al principio, todo iba bien. Llegaban a cenar caliente y por las mañanas les esperaba el desayuno. Alba hacía trabajillos por internet, pero los fines de semana llegaban los sobrinos. Lucía casi nunca aparecía, dejando a los niños desde el viernes hasta el domingo.

Limpiar con ellos era imposible: armaban jaleo, lo tocaban todo y hasta entraban al dormitorio si Daniel y Alba aún dormían.

—Daniel, que tu madre se los lleve —rogaba Alba—. ¡Ni siquiera hemos descansado!

—Son niños —él se lavaba las manos—. Mis sobrinos son como tuyos. Aguanta un poco.

—¡He trabajado hasta tarde!

—Nadie te obligó. Bueno, yo me levanto. Quedo con los amigos a pescar. Vuelvo por la noche.

—¿Y yo? ¿Otra vez sola?

—Mi madre estará aquí. ¿Quieres silencio? Déjales tu portátil, que jueguen.

—¡Gran idea! Pues dales el tuyo —replicó Alba.

—Ahí tengo documentos —cortó él—. ¿O es que lo tuyo es más importante?

—¡Tengo un proyecto con entrega hoy! —exclamó ella—. Vete, yo me arreglo.

Esto se repitió varias veces. Daniel salía con los amigos: pesca, barbacoas, paseos. Hoy se había ido otra vez.

Carmen daba de comer a los niños.

—Alba, siéntate —le espetó—. Hay pocas torrijas, pero para ti sobra. Daniel dijo que los niños podían jugar con tu portátil.

—¡Eso es mentira! —estalló Alba—. Nunca lo he permitido. Ahí está mi trabajo, hoy es la entrega.

—Qué tacaña —bufó la suegra—. ¡Somos familia! Lucía no presta el suyo, que es caro.

—¡Tengo una semana de trabajo ahí! —cortó Alba—. Ahora mismo lo necesito.

—Antes friega los platos —soltó Carmen cogiendo el móvil.

Alba fregaba, indignada porque nadie en esa casa lavaba ni una taza. La suegra ya hablaba por teléfono:

—Mari, ¡claro que nos vemos! En una hora en el centro comercial. ¿El ruido? Los niños. No te preocupes, Alba se queda con ellos. Que practique, ya tendrá los suyos.

Alba casi suelta un plato. Salió sigilosamente, cogió su portátil y se marchó. La suegra ni la vio, demasiado ocupada anunciando su salida a última hora.

Alba fue al cibercafé donde solía trabajar. En una esquina, pidió un café y se concentró en su proyecto. Media hora después, sonó el móvil:

—Alba, ¿dónde estás? ¿Qué pasa?

—Trabajando —respondió ella—. Hoy es la entrega.

—¡Mamá está histérica! ¿Dónde te has metido?

—No puedo trabajar con ese barullo —fue su respuesta.

—¡Has arruinado su plan con su amiga!

—Que la invite a casa.

—¿Con esos diablillos?

—Entonces quédate tú. ¡Tienen madre!

—Exageras —gruñó Daniel.

—¿O será que vosotros exageráis? —replicó Alba—. Tu madre nos abrió su casa, pero no es gratis. Este mes “no le llegaba” para la comida y nos cobró 200 euros de más. ¿No te has dado cuenta?

—¡Qué mezquina eres! —bufó él.

—¿Y tú en qué te gastas el dinero? —saltó ella—. Ni un euro para tu madre, todo lo pago yo. ¡Pero para tus amigos siempre hay! Doce días al mes tus sobrinos comen a nuestra costa. Tu madre les compra chuches, helados… a nosotros, nada. El mejor trozo, para ellos. Lucía se los lleva con bolsas llenas. ¡Cuando alquilábamos, gastábamos la tercera parte! ¿A esto le llamas ahorro? ¿Quieres vivir así? Cobraré el proyecto y me iré. ¿Vienes conmigo o es divorcio?

—Alba… ¿Dónde estás? —la voz de Daniel tembló.

—¿Para qué lo necesitas?

—Se canceló la pesca. No quiero volver a casa. Pasemos el día juntos.

—Estoy trabajando —fue su respuesta.

—Me quedaré calladito a tu lado. ¿Estás en nuestra cafetería?

—Vale, ven. Necesito una hora. En casa no lo habría conseguido.

Daniel llegó con un ramo de flores.

—¿A qué viene esto? —preguntó Alba.

—El aniversario de cuando nos conocimos —sonrió él—. Te pido tus pasteles favoritos y un café.

—Cierto, lo había olvidado —suspiró ella—. Voy a revisar el proyecto y lo envío.

Pasearon hasta la noche, decidiendo buscar piso. Alba tenía razón: Carmen usaba su dinero, ponía a Daniel en su contra y la tachaba de egoísta.

Llegaron tarde a casa.

—¡Ya estáis aquí! —les atacó la—¡Por fin! —saltó la suegra—. ¿Dónde os habíais metido? ¡Yo aquí sufriendo con los niños mientras vosotros de juerga!

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