Perdiste la oportunidad de invitarnos a la fiesta
Rocío amaba profundamente a su esposo. Creía que había tenido mucha suerte con él. Vicente era un hombre atento y cariñoso que siempre procuraba hacer todo por su amada.
Sin embargo, Rocío no tuvo la misma suerte con los familiares de su marido. Existe un dicho que dice que en todas las familias hay una oveja negra. Pero en su caso era justo al contrario. Daba la impresión de que el único normal en esa familia era Vicente; todos los demás eran particulares.
El suegro, por ejemplo, cada vez que veía a Rocío, comentaba que parecía haber ganado algunos kilos. Y se preguntaba si quizá alguien vivía en su barriguita.
Y eso que Rocío mantenía una excelente figura y no había ganado ni un solo kilo desde que conoció a los padres de Vicente. Sin embargo, nada parecía detener a Luis Antonio. Esta frase parecía ser su estándar, y aunque Rocío hubiese perdido unos diez kilos, él no se lo habría dejado de mencionar.
Además, solía hacer chistes de mal gusto y se reía de ellos, lo que ponía a Rocío en una situación incómoda. Cada vez se sentía completamente fuera de lugar en su presencia. Y el hecho de que él caminara por la casa sin camiseta solo incrementaba ese sentimiento.
Por su parte, la suegra, Inés Álvarez, tenía el hábito de enseñar a todos lo que ella consideraba correcto, aunque no entendiera del tema.
Instruía a Rocío sobre cómo vestirse a la moda, cómo debería cortarse el cabello, qué labial usar. Y cuando Rocío y Vicente se mudaron a su propio piso, Inés se sintió con más libertad aún. Revisaba todos los rincones, criticando y dando consejos sobre cómo deberían haber organizado todo.
Luego estaba la hermana menor de Vicente, una chica despreocupada con dos hijos. Los niños tenían padres diferentes y, sin embargo, Natalia no mantenía relaciones serias con ninguno de ellos. Iba a todos lados con sus hijos, y porque era madre, todos le debían algo. Debían cederle el asiento en el transporte, dejarla pasar en la fila, atenderla primero.
A pesar de recibir pensiones de los padres de los niños, recibir ayudas y vivir a costa de sus padres, Natalia siempre estaba en busca de cosas gratis. Tomaba incluso cosas que no necesitaba, con un afán casi deportivo de ser la primera en cogerlas. Por eso en su casa siempre había paquetes de pañales que sus hijos ya no necesitaban, que Rocío esperaba vender; infinidad de ropa innecesaria, juguetes. En resumen, la mitad de las cosas no las necesitaba, pero, según ella, así construía su negocio. Tomaba gratis, haciéndose pasar por necesitada, y luego vendía.
Sus hijos eran maleducados y atrevidos. Pero no era culpa suya, con una madre así no podían haber crecido de otra manera. Cuando visitaban a alguien, siempre buscaban algo rico, lo cogían todo sin preguntar, tomaban cosas ajenas. Y Natalia nunca les decía nada.
Rocío recordaba con horror aquella única vez que la hermana de Vicente fue con sus hijos a su fiesta de inauguración. Les regaló un juego de té que obviamente había conseguido gratis, y después de su partida no quedaron dulces en casa, una nueva vasija se rompió, y en las cortinas apareció un manchón de chocolate. Al menos, Rocío se convenció de que era chocolate.
Así que no fue sorprendente que cuando se acercaba su cumpleaños, Rocío decidiera categóricamente no invitar a los familiares de su esposo. De lo contrario, su celebración se arruinaría sin remedio. Su suegro haría bromas inapropiadas, su suegra le enseñaría a comportarse, y Natalia mendigaría cosas innecesarias para sus hijos mientras ellos destrozan la casa.
A Rocío le avergonzaba un poco su decisión, pero esperaba que Vicente entendiera.
– Vicente, quiero celebrar mi cumpleaños en casa. Invitaré a mis padres y a un par de amigos.
– Me parece bien. ¿Para qué decoramos el piso tan bonito si no es para eso? – sonrió él.
– Sí, claro. Ahora parece un estudio para sesiones de fotos. Solo que…
– ¿Qué ocurre? – preguntó él, preocupado.
– Por favor, no te enojes. Pero no quiero invitar a tus familiares.
Vicente suspiró profundamente y asintió con la cabeza.
– Lo siento, pero me cuesta mucho estar con ellos. Y en mi cumpleaños quiero relajarme, no estar siempre a la defensiva, – dijo Rocío, disculpándose.
– Entiendo, no hay necesidad de explicaciones. Es verdad, no es fácil con ellos.
– ¿No estás enfadado?
– No, en absoluto. Es tu día, y debería ser como tú lo desees.
Rocío se convenció una vez más de que su esposo era el mejor hombre del mundo. Y no pudo evitar preguntarse. ¿Sería adoptado? Eso lo explicaría todo.
Rocío no les mencionó a los padres de Vicente que iba a celebrar su cumpleaños. Les dijo que este año lo iba a pasar solo con Vicente, y le pidió a él que no dijese nada.
De todos modos, se enteraron. Inés llamó a la mamá de Rocío para preguntarle algo relacionado con su trabajo, y ella se lo soltó.
– ¡La manera en que tu esposa nos trata! – gritaba Inés. – ¡Parece que no somos de su agrado!
– Mamá, – trató de calmarla Vicente, – Rocío quería celebrarlo solo con sus padres. Y algunas amigas cercanas. Es su cumpleaños, y ella decide. Si fuera un evento grande, claro que estarías invitada.
– Lo entiendo. Y dile a tu esposa que nos hemos sentido muy ofendidos.
La madre colgó el teléfono y Vicente negó con la cabeza. Entendía perfectamente a Rocío. Quizá no era apropiado decir esto, pero toda su vida había sentido vergüenza por sus familiares. Y no quería que Rocío sintiera la misma vergüenza.
Así que no le dijo nada, no quiso arruinarle el día. Pensó contárselo después.
Por la mañana, cuando Rocío cumplió veintiséis, Vicente le regaló un ramo de flores y un vale para un spa. Sabía que Rocío estaba agotada ese año. Primero su boda, luego la reforma y la mudanza. Y además, en el trabajo había mucho estrés. Así que quería descansar.
Durante el día, empezaron a llegar los invitados. Rocío se había esforzado: preparó una deliciosa comida, se arregló, se peinó. Se notaba lo feliz que estaba, esperando disfrutar enormemente de la celebración.
Pero ni siquiera imaginaba qué tipo de sorpresas la esperaban.
Cuando todos se habían acomodado, sonó el timbre.
– Debe ser el pastel, – saltó Rocío, – lo olvidé y lo pedí a última hora.
Abrió la puerta sonriendo, pero la sonrisa se esfumó de su rostro al instante. En la puerta estaban los invitados no deseados. Todos juntos.
– ¡Feliz cumpleaños, Rocío! – dijo la suegra con labios apretados. Y le extendió una sola rosa. – ¿Nos dejas pasar?
No había más remedio que apartarse para dejarles entrar.
De pronto, todo se volvió ruidoso. Los hijos de Natalia se quitaron los zapatos y corrieron hacia la mesa. El suegro comentó al instante que el vestido de Rocío no le quedaba bien.
– Deberías haber elegido una talla más grande, – se rió.
– Quizá olvidaste invitarnos, – prosiguió la suegra, – veo que tienes invitados. Solo que nosotros no estábamos en la lista. Ay, Rocío, invitaste a gente, pero olvidaste limpiar el suelo.
Rocío pensó en responder que sus propios nietos lo acababan de ensuciar, pero decidió no hacerlo.
El ambiente se apagó. Los niños empezaron a gritar, a coger la comida con las manos, a revolver los armarios en busca de caramelos. Y luego, el pequeño empezó a llorar al no encontrar el pastel.
– Podrías haber comprado un pastel, mira qué triste está Sergio – reprochó Natalia. – Y esto, ¿te regalaron perfumes? Deja que pruebe. Luego me das los tuyos usados.
Durante ese tiempo, Rocío no emitió palabra alguna. Vicente también se quedó en silencio, observando a su familia. Cómo se acomodaban en la mesa, cómo pedían platos, cómo su madre criticaba la comida y su padre hacía chistes extraños.
Pero la paciencia de Vicente se agotó cuando vio a Natalia, pensando que nadie la veía, llevándose un sobre con dinero que estaba en un mesita. Ahí estaban los regalos de todos.
– ¡Déjalo ahí! – gritó Vicente.
– ¿De qué hablas? – pestañeó Natalia.
– ¡Lo he visto todo!
– Solo quería agregarle dinero, no he tenido tiempo de comprar un sobre, – intentó justificarse.
– Vicente, no te acerques a Natalia, no arruines la noche, – le reclamó su madre. – Mejor recuérdale a tu esposa que no está bien no invitar a la familia.
– Y cuéntale la talla de su ropa también, – soltó su padre entre risas, – que, Rocío, se te ven todos los pliegues con ese vestido.
– ¡Basta! – Vicente golpeó la mesa con fuerza, hasta los niños se callaron por un momento. – Mamá, papá, Natalia, es hora de irse.
– ¿Qué?! – protestó su madre. – ¿Cómo te atreves?
– ¿Cómo se atreven a aparecer sin invitación? ¿Cómo se atreven a ofender a mi esposa? ¿Cómo se atreven tus hijos, Natalia, a comportarse con tanta insolencia? Mientras no aprendan modales, no tienen nada que hacer en esta casa.
Por supuesto, estalló una discusión. Y Rocío suspiró aliviada solo cuando los no invitados se fueron.
Naturalmente, el cumpleaños se arruinó. Aunque los amigos y padres hicieran lo posible por animarla, era difícil recuperar el ánimo.
Pero había un lado positivo: Rocío se convenció una vez más de que había elegido al compañero de vida correcto. Un hombre que la defendía, que se plantaba incluso frente a su propia familia. Y pase lo que pase, Rocío sabía que él siempre estaría a su lado. Y quizá eso fue el mejor regalo de su vida.