Olvidaste invitarnos a la fiesta.

Te olvidaste de invitarnos a la fiesta

Rocío quería mucho a su esposo. Creía que había tenido mucha suerte con él. Víctor era un hombre cariñoso y atento, que siempre hacía todo lo posible por su amada.

Sin embargo, la suerte no la acompañó con los familiares de su esposo. Existe un dicho que dice que en cada familia hay una oveja negra. Pues en la suya era justo al revés. Sentía que el único “normal” era Víctor, y que todos los demás eran un tanto peculiares.

El suegro, por ejemplo, cada vez que veía a Rocío le decía que la veía más redondeada, insinuando si no habría alguien viviendo en su barriga.

Lo curioso es que Rocío estaba en plena forma, desde que conoció a los padres de su esposo no había ganado ni un kilo. Pero eso no parecía importarle a José Antonio. Parece que la frase se había vuelto rutinaria y, aunque Rocío hubiera perdido diez kilos, no dejaría de repetirla.

Además, solía gastar bromas de mal gusto. Se reía de ellas, dejando a Rocío incómoda y avergonzada. Y ese sentimiento solo se intensificaba cuando él decidía no llevar camiseta por casa.

La suegra, Carmen Martín, tenía la manía de enseñar a todos, incluso en cosas de las que ella misma no tenía idea.

Le daba consejos a Rocío sobre cómo vestirse a la moda, qué corte de pelo le quedaría mejor y qué color de barra de labios usar. Y cuando Rocío y Víctor se mudaron a su propio piso, Carmen se desató. Metió su curiosa nariz en cada rincón, criticando y sugiriendo cómo deberían haberlo amueblado todo correctamente.

También estaba la hermana menor de Víctor, una chica alocada con dos hijos. Los niños eran de distintos padres, con los que Natalia no tenía ninguna relación seria. Los llevaba a todas partes, y creía que los demás debían cederles el lugar en el transporte, dejarles pasar en las colas y atenderles primero.

Pese a recibir la pensión alimenticia de los padres de sus hijos, cobrar ayudas sociales y vivir a costa de sus padres, Natalia siempre estaba buscando cosas gratis. Incluso cosas que no necesitaba, las recogía. Parecía disfrutar con el desafío de ser la primera en cogerlo todo. En su casa siempre había paquetes de pañales que sus hijos ya no usaban, que Rocío esperaba poder vender, montones de ropa innecesaria, juguetes. La mayoría ni siquiera los necesitaba, pero según Natalia, era su negocio: tomaba cosas gratis fingiendo ser pobre y luego las vendía.

Sus hijos eran maleducados y descarados, pero no era culpa de ellos. Con una madre así, era imposible que fueran de otra manera. Si iban de visita, buscaban algo rico que comer, lo agarraban todo, cogían las cosas ajenas sin pedir permiso. Y Natalia nunca los regañaba.

Rocío recordó horrorizada la única vez que su cuñada vino con sus hijos al estreno de su casa. Regalaron un juego de té que claramente habían conseguido gratis, y después de su visita no quedaron dulces, se rompió un jarrón nuevo y descubrieron manchas de chocolate en las cortinas. Al menos Rocío se consoló pensando que era chocolate.

No fue una sorpresa que cuando se acercaba el cumpleaños de Rocío, decidiera que no invitaría a los familiares de su esposo. De lo contrario, su celebración estaría arruinada. Su suegro soltaría comentarios inapropiados, su suegra intentaría darle lecciones, y Natalia buscaría cosas gratis para sus hijos, mientras estos destrozarían su casa.

Rocío se sentía un poco incómoda por su decisión ante su esposo, pero esperaba que él la entendiera.

– Víctor, quiero celebrar mi cumpleaños en casa. Invitaré a mis padres y a un par de amigos.

– Claro, de acuerdo. ¿Para qué la hemos decorado tan bien? – sonrió su esposo.

– Sí, exacto. Ahora parece un estudio para sesiones de fotos. Solo que…

– ¿Qué pasa? – se preocupó él.

– Por favor, no te molestes. Pero no quiero invitar a tus familiares.

Víctor respiró hondo y asintió.

– Perdona, pero me resulta muy difícil con ellos. Y en mi cumpleaños quiero relajarme, no estar esperando problemas – explicó Rocío con culpa.

– Lo entiendo, no te preocupes. Es cierto que son complicados.

– ¿No estás enojado?

– No, para nada. Es tu día, y debe ser como tú quieras.

Rocío reafirmó que su esposo era el mejor hombre del mundo. Y no pudo evitar sorprenderse de nuevo. ¿Sería adoptado? Eso lo explicaría todo.

Rocío no mencionó a los padres de Víctor que celebraría su cumpleaños. Les dijo que lo pasarían solos. Y le pidió a su esposo que no les contara nada.

Aun así, se enteraron. Su suegra llamó a la madre de Rocío, preguntando algo sobre su profesión, y esta se le escapó el detalle.

– ¡Mira cómo nos ha tratado tu esposa! – gritaba Carmen al teléfono. – ¿No somos bienvenidos o qué?

– Mamá, – intentaba calmarla Víctor, – Rocío solo quiso celebrarlo con sus padres y dos amigas cercanas. Es su cumpleaños, ella decide. Si hubiera sido una gran fiesta, los habríamos invitado.

– Todo está claro. Dile a tu esposa que nos hemos sentido muy ofendidos.

Carmen colgó, y Víctor negó con la cabeza. Entendía perfectamente a Rocío. Quizá no era correcto decirlo, pero siempre había sentido vergüenza de sus familiares. Y no quería que Rocío sintiera lo mismo.

Así que no dijo nada, no quería arruinar la celebración. Decidió contarle lo de su madre después del cumpleaños.

Por la mañana, cuando Rocío cumplió veintiséis años, Víctor le regaló un ramo de flores y un bono para el spa. Sabía que Rocío estaba agotada ese año. Primero la boda, luego la reforma y la mudanza. También estaba hasta arriba de trabajo. Por eso deseaba descansar.

A lo largo del día comenzaron a llegar los invitados. Rocío preparó un almuerzo delicioso, se arregló y se peinó. Se veía radiante, emocionada por lo que le depararía la celebración.

Pero no podía imaginarse lo que sucedería.

Cuando todos se acomodaron, sonó el timbre de la puerta.

– Seguramente es la tarta, – saltó Rocío, – me olvidé por completo y la pedí a último momento.

Abrió la puerta con una sonrisa, pero esta se desvaneció al instante. Allí estaban ellos, visitantes indeseados. Todos juntos.

– ¡Feliz cumpleaños, Rocío! – empezó Carmen con una sonrisa fingida, ofreciéndole una rosa. – ¿Nos invitas a pasar?

No había opción, tuvo que hacerse a un lado.

Se desató el caos. Los hijos de Natalia se quitaron los zapatos y corrieron hacia la mesa. El suegro de inmediato comentó que el vestido de Rocío no era de su talla.

– Deberías haber elegido uno más grande, – se rió él.

– Quizás te olvidaste de invitarnos, – continuó la suegra, – veo que tienes invitados aquí. Pero no estamos en la lista. ¡Madre mía, Rocío! Invitaste a gente y olvidaste limpiar el suelo.

Rocío quiso responder que sus nietos acababan de ensuciar, pero se contuvo.

El ánimo decayó. Los niños empezaron a gritar, a agarrar comida con las manos y a rebuscar dulces en los armarios. Luego, el menor se puso a llorar al no encontrar tarta.

– Podrías haber comprado una tarta, mira cómo se pone Sergio, – reprochó Natalia enseguida. – ¿Qué es eso, te han regalado perfumes? Déjame probarlos. Luego me das los tuyos viejos.

Rocío no emitió palabra. Víctor también guardó silencio, observando a su familia. Cómo se acomodaban en la mesa, cómo pedían platos, cómo su madre criticaba la comida y su padre soltaba bromas extrañas.

Pero el aguante de Víctor terminó cuando vio a Natalia coger un sobre de dinero, los regalos, de la mesa.

– ¡Déjalo en su sitio! – gritó Víctor.

– ¿De qué hablas? – preguntó Natalia, parpadeando.

– Lo he visto todo.

– Solo quería añadir dinero, no compré sobre, – intentó excusarse ella.

– Víctor, no regañes a Natalia, no arruines la noche, – lo reprendió su madre. – Mejor recuérdale a tu esposa que es de mala educación no invitar a los familiares.

– Y también dile su talla de ropa, – se rió el suegro, – porque, Rocío, todas tus rollitos en ese vestido se ven.

– ¡Ya basta! – Víctor golpeó la mesa, y hasta los niños se quedaron callados. – Mamá, papá, Natalia, es hora de que se vayan.

– ¿Qué? – protestó la madre. – ¿Cómo te atreves?

– ¿Cómo se atreven a venir sin invitación? ¿Cómo se atreven a faltarle el respeto a mi esposa? ¿Cómo se atreve a comportarse así, Natalia? Hasta que aprendan a comportarse, no son bienvenidos aquí.

Por supuesto, hubo un gran escándalo. Y Rocío solo sintió alivio cuando los invitados indeseados se marcharon.

El cumpleaños quedó arruinado. Por mucho que los amigos y los padres intentaran animarla, ya era difícil recuperar el estado de ánimo.

Pero había un lado positivo: Rocío reafirmó que había elegido al compañero de vida adecuado. Un hombre que la defendía, que se enfrentaba incluso a su propia familia por ella. Y, pase lo que pase, Rocío sabía que él estaría de su lado. Eso fue, sin duda, el mejor regalo de su vida.

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MagistrUm
Olvidaste invitarnos a la fiesta.