Gregorio no tenía cabeza para las fiestas. Tres días llevaba en la habitación del hospital al lado de su Anita. Sin comer, casi sin dormir, solo escuchando su respiración entrecortada.
Hace apenas una semana, su amada mujer estaba sana y preparando la Navidad. Limpiaba su casa en Madrid, organizaba el menú festivo, aunque con dos pensiones no había lujos. “Qué más da la comida”, le decía Gregorio a Ana. Lo importante era que el piso oliera a roscón y chocolate caliente. No imaginaba que, de repente, su mujer caería desvanecida como espiga segada, y los médicos le darían un diagnóstico devastador. Ya no habría aromas navideños en casa, ni calor familiar.
En esos días terribles, el pelo de Gregorio se volvió completamente blanco. Pero lo peor fue cuando el médico dijo que Anita necesitaba una operación urgente… y mencionó una cifra imposible: 15.000 euros.
—No tengo ese dinero— susurró Gregorio, afligido—. Somos jubilados, vivimos con lo justo. Mi sobrino Javier nos ayuda, pero tiene su propia familia en Barcelona…
El médico se limitó a compadecerse. El hospital no podía costear la intervención. Gregorio sintió que el mundo se derrumbaba. ¿Qué haría sin su Anita?
Se casaron jóvenes, recién salidos del instituto. Llevaban cuarenta años juntos. Pocas peleas, y siempre por tonterías. Dios no les dio hijos, así que volcaron su cariño en el sobrino de Ana. Aunque vivía lejos, visitaba a los ancianos con su mujer y sus niñas. Pero ni ellos podrían reunir tanto dinero…
Otra noche de angustia interminable. Al amanecer, las enfermeras convencieron a Gregorio para que volviera a casa a descansar. Al llegar, su vecina Lucía salió al rellano:
—¿Cómo sigue Anita, Gregorio?
El hombre suspiró y contó la triste noticia. Lucía se llevó las manos al pecho:
—¡Dios mío! Hablaré con los vecinos de Lavapiés, a ver si entre todos…
Gregorio, abrumado, rechazó la idea con un gesto. Lucía calló y le sirvió un plato de cocido recién hecho.
De vuelta al hospital, el estado de Anita era peor. Gregorio, desesperado, murmuró: “Señor, sálvala o llévame con ella”. Afuera, la nevada cubría Madrid mientras él se sentía solo en el universo.
—Tiene visita— anunció la enfermera.
¿Quién podía ser? ¿Javier? Estaba en Sevilla por trabajo…
Una mujer joven entró:
—¿No me recuerda? Soy Daniela. Viví en su barrio.
Gregorio la miró sin reconocerla.
—Eramos pobres— continuó ella—, y ustedes nos ayudaban. Pasábamos hambre…
De pronto, Gregorio lo recordó: la pequeña de la familia numerosa de al lado. El padre, albañil, murió dejando a su mujer con seis niños. Él y Anita les llevaban ropa, libros, dulces…
—Gregorio, no se preocupe— dijo Daniela—. Lucía me contó lo de Anita. Ya he pagado la operación.
—¿Cómo? Es mucho dinero…— balbuceó él.
—Vivo en Suiza— explicó ella—. Mi marido tiene una empresa. Podemos ayudar.
La operación fue un éxito. Daniela acompañó a Gregorio día tras día: le traía comida de casa, compraba medicinas…
Una tarde, tomando café en la cafetería del hospital, Gregorio preguntó:
—¿Por qué ayudaste a unos desconocidos?
—Nunca fueron desconocidos— sonrió Daniela—. De pequeña, en el colegio, se burlaban de mi pobreza. Recuerdo mi cumpleaños… sabía que no podría llevar golosinas para la clase. Pero ustedes me regalaron un jersey precioso y una caja de turrones. Ese día, en vez de vergüenza, sentí orgullo.
Gregorio tenía lágrimas en los ojos:
—Pero eso fue hace veinte años…
—El tiempo no borra el bien— respondió Daniela—. Ahora me tocaba a mí.
Moraleja: La bondad sembrada con humildad siempre florece, aunque tarde años en dar fruto. Y ese fruto, cuando llega, alimenta el alma tanto a quien lo recibe como a quien lo ofrece.