**Diario de Andrés**
Amanecía en Madrid cuando el timbre me arrancó del sueño. Entre la modorra, agarré el móvil y miré la pantalla negra, pero entonces el sonido volvió a repetirse: era la puerta. Me vestí a toda prisa y corrí a abrir. Todos saben que cuando llaman insistente a primera hora, no es por casualidad.
—¡Hola, dormilón! ¿No me esperabas? —En el umbral estaba Nicolás “Nico” Morales, mi amigo de la universidad. Se rio al verme despeinado—. ¿Puedo pasar o qué?
—¡Nico! ¿Qué haces aquí? —Lo abracé con fuerza y lo arrastré dentro—. ¡No me avisaste, demonio! ¿Cómo me encontraste?
—Fui a casa de tus padres. Tu madre me dio la dirección. También me contó que te divorciaste y te mudaste aquí. Voy de paso, pero cambié mi itinerario para verte. Enséñame dónde tirarme.
—Pasa a la cocina. Voy a lavarme rápido. ¡Pon la cafetera! —grité, cerrando la puerta del baño.
Cuando entré, Nico había abierto una botella de vino tinto y cortaba jamón serrano.
—Perdona, me he tomado la libertad de registrar tu nevera. Está más vacía que un estadio en lunes. Por eso están los amigos, para que no mueras de inanición —dijo con tono de sermón mientras preparaba unos bocadillos.
—¿Vino? ¿A estas horas? —Giré la botella para ver la etiqueta.
—¿Quién nos lo va a prohibir? Es solo un gesto, para romper el hielo.
Bebimos, picamos algo y nos pusimos al día.
Nico se casó joven, aún en la universidad.
—Mi suegro se retiró, así que ahora dirijo la constructora familiar. Sí, envidia santificada. Mi hijo mayor termina el instituto, el pequeño va en segundo de la ESO. La vida me sonríe —presumió, mientras terminaba su bocadillo—. Pero de ti ya me contaron. ¿Nunca encontraste a tu Ariadna?
—¿Te acuerdas? No, nunca la encontré.
—No me digas que vives solo como un ermitaño.
—Con mi hijo. Está en casa de Lucía, celebrando su cumpleaños. Volverá en unos días.
Todos nos opusimos a que Andrés se casara con Lucía. Pero él se empeñó. Solo porque le recordaba a Ana, “Ariadna”, como la llamábamos. Su hijo lo llamó “papá” desde el principio, y Andrés se encariñó. Pero el matrimonio no duró.
Lucía se volvió a casar pronto. Con el padrastro, Javi no se llevaba bien. A menudo se escapaba a casa de Andrés. Lucía lo acusaba de alejarlo a propósito. Cansado de pleitos, Andrés se mudó a Sevilla.
—Javi pasaba los veranos conmigo. Lucía tuvo otro hijo y lo dejó de lado. Al terminar el instituto, se vino a vivir conmigo —conté.
—Vaya culebrón. Más intenso que una telenovela —Nico sirvió el resto del vino.
—Todo está tranquilo ahora. —Bebimos—.
—Yo esperaba que al final la encontraras. Fue un amor de película —suspiró Nico.
Callé. Últimamente casi no pensaba en ella, pero Nico había removido el pasado.
En la estación, prometimos no perder el contacto. Al llegar a casa, desempolvé un álbum viejo y encontré la foto de Ana. La devoré con la mirada, reviviendo esos días…
***
Nico le robó el coche viejo a su padre y fuimos los tres a Cádiz, a casa de la familia de Fernando. Aún faltaba para el curso, ¿por qué no escaparse?
En la costa, era época de cosecha: melocotones, uvas, higos… Nos ofrecieron trabajo. Dinero extra nunca viene mal a estudiantes. Madrugábamos y, cuando el calor apretaba, nos lanzábamos al mar.
Fue allí donde la vimos. Ana estaba sentada en la playa, mirando al horizonte.
—Ariadna esperando a su Grial —bromeó Nico.
Y así la llamamos. Todos teníamos novias, menos Andrés.
Nico y Fernando se metieron al agua. Yo me acerqué a ella.
—¿Esperas un barco con velas doradas? —pregunté en broma.
Ella alzó la vista. Sus ojos contenían tal dolor que me callé. Se giró de nuevo hacia el mar. Me senté a su lado, abrazándome las rodillas. Ni siquiera pareció notarme.
—¿Lo oyes? —pregunté, escuchando el rumor de las olas.
—El mar habla —respondió.
Me sorprendió. Había dicho en voz alta lo que yo pensaba. Nos quedamos en silencio, escuchando el oleaje. Mis amigos me llamaban desde el agua.
—Tengo que irme. ¿Mañana a la misma hora? —pregunté con esperanza.
Ella me miró brevemente y no respondió. Pero al día siguiente, allí estaba. Así nos conocimos. Ana.
Intenté saber más de ella, pero se levantó y se fue. La seguí en silencio hasta su casa.
Esa noche, tiré una piedra a su ventana. Salió al portal, con unos shorts y una blusa floja. Me gustó aún más.
Paseamos por el paseo marítimo. Ella callaba; yo hablaba sin parar, disimulando los nervios.
El sol se hundía en el mar, tiñendo el cielo de rojo y naranja. Su reflejo en sus ojos era suave. Me encantó. Saqué la cámara, pero ella no quería posar. Entré al agua y disparé. Ella no tuvo tiempo de esquivar.
Esa foto fue la única prueba de que existió.
Cada tarde nos veíamos. Una vez, intenté besarla. No se apartó, pero se tensó tanto que retrocedí.
Quedaban pocos días. Decidí confesarme. Mis amigos no fueron a la playa. Yo fui, pero ella no estaba. Corrí a su casa. La verja estaba cerrada. Tiré otra piedra.
Una mujer salió, furiosa:
—¡Llamaré a la policía si sigues molestando!
—¿Puede llamar a Ana? —supliqué.
—No está. Se fue.
—¿Adónde?
—A su casa.
—¡Déjeme su dirección, por favor!
—Olvídala, chico. Es lo mejor.
Esa noche volví, pero ni me contestó.
Al día siguiente, emprendimos el viaje de vuelta. El coche era viejo; podía romperse. Andrés no habló en todo el trayecto. Mis amigos me consolaron: si era destino, la encontraría.
Al final del curso, conocí a Lucía. Se parecía a Ana, pero con el pelo más oscuro. Tenía un hijo. Mis padres se opusieron, pero yo creí que era mi segunda oportunidad…
***
AbAl cerrar el álbum con un suspiro, comprendí que aunque el tiempo había borrado tantas cosas, el amor de aquellos días seguía vivo, como el rumor eterno del mar.