*Diario de un hombre*
Aquel día, Lucía y su suegra estaban sentadas en la vieja cama de la casa. Ambas bien abrigadas, pues aunque era invierno, la estufa de leña acababa de encenderse y el frío aún se colaba por las rendijas.
No te preocupes, madre. Saldremos adelante. Ahora mismo te doy la medicina decía Lucía, intentando calmar a la anciana.
Aunque la llamaba “madre”, en realidad era su suegra, casi ex-suegra ahora. La vida las había unido de un modo extraño. Vivían las tres: el hijo, su esposa Lucía y la madre.
Lucía se había casado tarde, a los treinta años, con Daniel. Era su segundo matrimonio, pues él ya estaba divorciado cuando empezaron a salir. A María del Carmen, la suegra, le cayó bien desde el primer momento. Y a Lucía también le gustó ella: cariñosa, comprensiva, como la madre que perdió siendo niña.
“Estáis confabuladas”, bromeaba Daniel.
Cinco años de matrimonio pasaron como un suspiro. Hasta que Daniel se volvió hosco y violento. Gritaba a Lucía, a su madre, y todo por culpa de una amante. Llegaba tarde, borracho, hasta que un día anunció el divorcio. Les dio dos días para irse.
Lucía ni siquiera había terminado de hacer las maletas cuando llegó la otra mujer, una rubia estirada con labios gruesos y pestañas postizas que apenas podía pestañear.
¿Cambiaste a tu familia por este espantapájaros? Que te vaya bien con ella, porque yo no te echo de menos soltó Lucía, riéndose sin poder evitarlo.
¡Al menos ella sabe divertirse! Vosotras sois dos viejas aburridas replicó él.
Insúltame a mí, pero ¿a tu madre?
Cariño, ¿y la suegra se queda con nosotros? chilló la rubia, parpadeando como una muñeca rota. ¡Que se la lleve! ¿Para qué queremos a su madre?
Sí, madre, es hora de que te vayas dijo Daniel, frío.
¿A dónde iré? ¡Te di todo el dinero de la venta del piso para construir esta casa! La anciana se llevó una mano al pecho.
Basta de dramas. Quédate, pero no salgas de tu cuarto. Albina manda aquí ahora.
¡Gatito, que se vayan las dos!
Lucía, harta, interrumpió:
Madre, ¿vienes conmigo al pueblo?
Antes el pueblo que vivir con este ingrato y esa
Rápidamente, Lucía empacó sus cosas: las medicinas, una cajita de recuerdos, ropa, documentos. Mientras, Albina mascullaba:
Llevaos todo lo vuestro. No queremos nada ajeno.
Daniel no dijo nada. Sabía que su madre no lo perdonaría. O quizá sí al fin y al cabo, era su madre.
Media hora después, Lucía estaba junto al coche. María del Carmen, en el asiento trasero, enjugaba lágrimas sin mirar atrás.
¿Cómo vamos a vivir ahora, hija?
Tengo ahorros. Y tú tienes tu pensión. Sobreviviremos.
Llegaron al pueblo donde Lucía pasó su infancia. La casa estaba helada, pero pronto encendieron la chimenea. Un vecino, Nicolás, apareció en la puerta.
¿Habéis vuelto? ¿Problemas?
Todo está bien, tío Nico.
Pasó un mes sin noticias de Daniel. Hasta que una llamada desconocida anunció su muerte: borracho, chocó el coche. Su amante sobrevivió sin un rasguño.
Pobre María del Carmen pensó Lucía.
¡Madre, Daniel ha muerto! La anciana se derrumbó.
¡Es culpa mía! ¡Lo abandoné!
¡Él te echó!
Pero era mi hijo
El tío Nicolás las acompañó al entierro y luego a la casa de Daniel, ahora en herencia para ellas. El lugar era un caos: ropa sucia, platos apilados, olor a alcohol.
¿Qué hacéis aquí? ¡Esta casa es mía! gritó la rubia, seguida de un hombre medio desnudo.
¡Fuera de aquí! rugió Nicolás.
Con los papeles en orden y cerraduras cambiadas, empezaron a limpiar. Nicolás no las dejaba solas.
Me acostumbré a vosotras confesó.
Tú también nos gustas, tío sonrió Lucía. ¿Y si te casas con mi suegra?
El hombre se ruborizó, pero un año después, Nicolás y María del Carmen se casaron. Lucía, como una hija para ellos, adoptó a dos hermanos. Nadie los separaría.
*Reflexión final:* La familia no siempre es la que nace contigo. A veces, el destino teje nuevos lazos donde menos lo esperas. Y en la adversidad, se encuentra el amor verdadero.