Ojos hermosos y un hogar vacío: cómo elegir sabiamente

Ay, mira, te voy a contar una historia que te va a dejar con la boca abierta, como cuando ves una paella perfecta por primera vez. Ya sabes lo que dicen: “No compres gato en saco, que luego araña”.

Vivía en nuestro pueblo una mujer trabajadora y buena, Antonia García. Siempre tenía la casa como los chorros del oro: el suelo brillaba, la cocina olía a guiso recién hecho y el huerto parecía de revista. Su hijo, Víctor, era un chaval con las manos de oro, amable y servicial, pero tenía un problema: el corazón más blando que un flan. Si una chica le sonreía, ya estaba perdido.

Un día, Víctor llegó a casa con una chica nueva, Alba. ¡Ay, Dios mío! Parecía salida de un anuncio de televisión: pestañas largas, uñas pintadas, labios como cerezas… pero, como dice el refrán, “La mona, aunque se vista de seda, mona se queda”.

Antonia, que tenía un sexto sentido para estas cosas, le susurró a su hijo:
—Hijo, esa chica no me convence. Solo le interesan las apariencias y el dinero.

Y no se equivocó. Lo primero que hizo Alba en casa fue dejar el plato sucio en el fregadero y tirarse en el sofá. Antonia, acostumbrada al orden, le dijo amablemente:
—Lávalo, cariño.
Y la muy fresca ni se inmutó:
—No quiero mancharme las uñas.

Antonia pensó: “Bueno, igual es broma”. Pero no, el plato seguía grasiento como una sartén.

—Hijo, ¿no estarás pensando en casarte con ella? —preguntó Antonia con esperanza.
Víctor solo sonrió, embobado:
—Claro, mamá. ¡Estoy enamorado!

Y así fue. Se casaron, y Antonia, aunque con el corazón apretado, les dio las llaves de un piso que tenía la abuela. “Que empiecen su vida juntos”, pensó.

Pasó el tiempo, y Antonia decidió visitarlos. ¡Dios mío! Lo que encontró fue para echarse a llorar: polvo en los muebles, platos apilados en la cocina como en un bar después de una fiesta, y calcetines por el suelo como setas en otoño. Alba, sentada en el sofá, limándose las uñas, soltó:
—Estoy en mi proceso de autodescubrimiento.

Y Víctor, con tres préstamos encima, porque Alba quería un coche nuevo, reluciente, para que todos vieran lo importante que era.
—¿Y quién va a pagarlo? —preguntó Antonia.
—Eso no es asunto suyo —contestó Alba—. Mi marido debe mantenerme, y yo debo estar guapa.

Ahí Antonia se juró: “Ni un euro más”.

Poco después, Víctor fue a verla:
—Mamá, pide un préstamo a tu nombre.
Ella, tranquila, respondió:
—No, hijo. El que promete, que se aguante.

Víctor volvió a casa y le dijo a Alba que no habría coche. ¡Y entonces empezó el espectáculo! Gritos, portazos, un escándalo que hasta los vecinos se santiguaron. Alba berreaba que sin coche su vida no valía nada, hasta que Víctor, harto, la echó de casa. Al final, se divorciaron.

Así que, escúchame bien: “No es rico quien más tiene, sino quien menos necesita”. Porque de qué sirve una mujer que solo sabe cuidar sus uñas. El amor no son solo palabras bonitas, es trabajar juntos, cuidarse. Mejor vivir con poco y en paz, que con lujos y a gritos.

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