El repentino frenazo del autobús casi derriba a la mujer del abrigo azul desgastado, quien apenas logró agarrarse al pasamanos antes de caer sobre la rodilla de la mujer sentada frente a ella. En el último instante, ruborizada, alzó la mirada y se quedó petrificada.
—¿Valen? —susurró, escrutando esos rasgos que le resultaban tan familiares.
La mujer a punto de ser golpeada cruzó brevemente su mirada con la suya… y rápidamente apartó la vista. Fingió no reconocerla.
Pero su mano tembló al apretar el asa de su bolso gastado, y su rostro palideció como si toda la sangre hubiera huido. Sus párpados temblaban.
Lidia Suárez (así se llamaba la del abrigo azul) la miró fijamente, sin creerlo.
¡Era ella! ¡Valentina Martín! Con quien había compartido un puesto en el Rastro de Madrid durante casi una década, en aquellos difíciles años noventa.
Sí, había cambiado. Su melena negra, antes exuberante, ahora era gris y recogida en un moño tirante. Sus facciones habían envejecido, y el brillo en sus ojos se había apagado… Pero conservaba aquellos hoyuelos en las mejillas y la pequeña cicatriz sobre la ceja.
—¡Valen, no finjas! ¡Soy yo, Lidia! —exclamó la mujer, incapaz de contenerse—. Vendíamos juntas en el Rastro, ¿te acuerdas? En el noventa y ocho…
—Disculpe, se confunde —la interrumpió Valentina con una frialdad que cortó el aire, sin siquiera mirarla.
—¿Cómo que me confundo? ¡Fuimos como hermanas! —gritó Lidia, incrédula.
—No la conozco. Déjeme en paz —respondió Valentina con voz quebrada.
El autobús enmudeció. Una anciana con un carrito de la compra se giró para observarlas.
Lidia tragó saliva. Sus ojos se desviaron hacia el hombre sentado junto a Valentina. Un tipo huraño, con pelo grasiento y una cazadora de cuero raída. Entonces lo vio: bajo el maquillaje, en la mejilla de Valentina, asomaba un moretón cuidadosamente disimulado.
El corazón de Lidia se encogió.
—Ay, perdone —murmuró—, debe ser la edad…
Unas paradas después, Valentina y aquel hombre bajaron. Lidia los observó desde la ventanilla. Él le gritaba, mientras ella agachaba la cabeza como una niña regañada.
En casa, Lidia pasó horas junto a la ventana, recordando.
Cómo empezaron a vender juntas, cómo arrastraban bolsas del mercadillo, cómo se protegían de los macarras, cómo Valentina se enfrentó a dos matones para salvarla de un robo, ganándose aquella cicatriz en la frente.
Abrió un viejo álbum. Una foto frente al puesto. Al dorso decía: *«Lidia y Valen. 1998. ¡Todo saldrá bien!»*
—¿Cómo pudo pasar esto, Valen? —susurró—. Éramos como familia… ¿Qué te han hecho?
Una semana después, volvió a verla.
Iba en el fondo del autobús, junto al mismo hombre. Lidia lo observó mejor… y se heló.
Era Víctor Rueda. “El Ruinas”. Uno de esos maleantes del mercadillo. Él y su compinche la habían amenazado años atrás con una navaja. Y Valentina, con un palo, la salvó.
Y ahora estaba a su lado. Con aquella Valentina apagada, sumisa.
—No es el momento —se dijo Lidia—. Si me acerco, lo negará. Hay que hacerlo de otra forma.
La próxima vez, entró tras ellos y, mientras Víctor pagaba, deslizó en la mano de Valentina un papel doblado.
Ella se estremeció. La miró… y apretó los labios dos veces, casi imperceptiblemente.
Era su antigua señal. *Peligro cerca.*
Lidia asintió en silencio y siguió adelante.
En su pecho latía una certeza: *Ella es mi Valen. Y la salvaré, como ella me salvó a mí.*
Pasaron casi doce meses. El teléfono no sonó. Pero Lidia sabía que lo haría. Tarde o temprano. Y no se equivocó.
—¡Lidi, preciosa! —sonó una voz al otro lado—. Mañana a las tres. Donde siempre.
Lidia llegó media hora antes al café. No había dormido. Al pedir su café, las manos le temblaban.
Y entonces… entró. Valen.
No la Valentina apagada. No. La de verdad.
Pantalones vaqueros. Camisa blanca. El pelo corto. Ojos brillantes. Hoyuelos.
—¡VALEN! —se levantó Lidia.
—¡LIDI! —gritó Valentina.
Se abrazaron. Largo. Sin palabras.
—Eres increíble —susurró Lidia al sentarse—. Hace un año estabas…
—Hace un año no existía. Había muerto. Pero tú… —Valentina le apretó la mano— me sacaste de ahí. Con ese papel.
—¿Yo? Si solo…
—Exacto. Sin palabras grandilocuentes. Sin nombres. Sin riesgo. Por eso lo entendí. Sabía que estabas cerca. Y yo… recordé quién era. Y en qué me había convertido. Me miré al espejo… y dije basta.
Su marido, José, no era solo un tirano. Había destruido todo en ella. Tras perder un embarazo, se hundió en la culpa. Se resignó. Se rompió.
—Pensé que lo merecía. Que debía sufrir. Y sufrí. Años… Hasta que llegó tu papel. Un pedazo de papel me devolvió la vida. Me devolvió… a mí.
Se divorció. Escapó. Empezó de cero.
—En Barcelona. Allí renací. Nadie me busca. Y tú…
—Y yo, Valen, estoy aquí. Solo dime, y voy a donde sea. Como en los noventa: maleta en mano y ¡adelante!
Ambas rieron.
Ahora Valentina vive en Barcelona. Trabaja, sonríe, respira libre.
Y Lidia viaja a visitarla a menudo. Pasean por las ramblas, charlan como antes. Ríen hasta llorar.
Las dos saben una cosa:
hay encuentros que te devuelven a ti misma. Y a veces, un papel arrugado en un autobús abarrotado puede ser el verdadero regalo del destino.