Los ojos azules del sueño
Adrián no conocía el calor de unas manos maternas ni la voz profunda de un padre. No recordaba nada más que pasillos grises, monótonos, y el susurro de pisadas de las cuidadoras. Como si hubiera nacido no de una mujer, sino directamente entre las paredes del orfanato de Burgos. Otros niños guardaban retazos de recuerdos—una cuna, el olor de un perfume, palmas acogedoras. Él solo tenía el frío de juguetes de plástico y el sonido del agua goteando en el lavabo.
Pero las noches eran distintas.
En sueños, una mujer se le aparecía. Se sentaba a su lado, lo abrazaba, acariciaba su pelo y le susurraba palabras dulces. Sus ojos eran como el cielo primaveral después de una tormenta—límpidos, azules, infinitamente familiares. Al despertar, Adrián se quedaba quieto, mirando al techo, temeroso de moverse para no romper el calor de aquel sueño. Durante el día, permanecía callado, pero menos hosco—como si un pedacito de su ternura se hubiera quedado con él.
La realidad, sin embargo, era otra. Cada día llegaban “visitantes” al orfanato—posibles padres adoptivos. Los niños se vestían con sus mejores ropas, recitaban poemas memorizados y dibujaban sonrisas forzadas. Luchaban por llamar la atención, empujándose y hablando unos sobre otros. Adrián, en cambio, se mantenía al margen. No hacía monerías, no sonreía, no mendigaba miradas. Esperaba. No a cualquiera. Esperaba a *ella*, la mujer de los ojos de su sueño.
—Adrián, vamos, sonríe, ¡por favor!—rogaba la cuidadora.
Pero él fruncía el ceño con terquedad y apartaba la mirada. Sabía que no se iría con nadie más. La reconocería—a la que visitaba sus noches.
Un día, llegó una delegación al orfanato—era el aniversario de la institución. Cámaras, fotógrafos, demasiados rostros desconocidos. Adrián, como siempre, se sentó en un rincón apartado. Hasta que su vista se clavó en una mujer. Alta, elegante, pelo corto y una sonrisa que le erizó la piel. Y los ojos… ¡Eran *los mismos*! Le faltó el aire.
De pronto, ella lo miró directamente. Sus miradas se encontraron y, por primera vez en su vida… él sonrió.
La cuidadora dejó caer su taza de té. En seis años en el orfanato, Adrián jamás había sonreído. Y ahora, de pronto, lo hacía—luminoso, auténtico.
La mujer se acercó. Se sentó a su lado. Él no apartó los ojos. Escuchó, rio, preguntó. Y no tuvo miedo. Con ella, era igual que en sus sueños—fácil, seguro, real.
Empezó a visitarlo. Sin cámaras, sin delegaciones. Traía libros, paseaban por el patio, hablaban de las nubes y de las ciudades que ella había conocido. Luego, desapareció. Un mes entero. Adrián no preguntó a los cuidadores—temía oír que no volvería.
Pero sí regresó. Llegó con una chaqueta sencilla, sin maquillaje. Y dijo:
—Adrián, he venido a llevarte a casa. Serás mi hijo.
No lo creyó. Pensó que soñaba. Se pellizcó—dolió. Era cierto. No dijo nada, solo la abrazó. Largo. En silencio. Como solo él sabía hacerlo.
Después, ella lo presentó a su marido. Un hombre sencillo y afable que lo aceptó como suyo desde el primer día. Juntos empezaron una vida nueva. El primer pastel en su piso. La primera excursión al bosque. La primera noche sin tener que dormir escuchando pasos ajenos por el pasillo.
Adrián no volvió al orfanato. Solo a veces, al pasar frente al espejo, notaba en sus ojos aquel mismo destello—azul, cálido, como el de ella. Su nueva madre. La verdadera.