Ojos Azules del Sueño

**Ojos azules del sueño**

Iván no conocía el calor de unas manos maternas ni el sonido de una voz paterna. No recordaba nada más allá de los pasillos grises e idénticos y los pasos silenciosos de las cuidadoras. Parecía haber nacido no de una mujer, sino entre las paredes del orfanato de Toledo. Otros tenían retazos de memoria: una cuna, el aroma de un perfume, palmas acogedoras. Él solo tenía el frío de los juguetes de plástico y el murmullo del agua en el lavabo.

Pero por las noches, todo era distinto.

En sus sueños, aparecía una mujer. Se sentaba a su lado, lo abrazaba, le acariciaba el pelo y le susurraba palabras dulces. Sus ojos eran como el cielo primaveral después de la tormenta: claros, azules, infinitamente familiares. Al despertar, se quedaba mirando el techo, inmóvil, temiendo que el menor movimiento rompiera el calor de aquel sueño. El resto del día, se mostraba callado, pero menos hosco, como si un pedacito de su ternura se hubiera quedado con él.

La realidad, sin embargo, era diferente. Cada día llegaban «visitantes» al orfanato: posibles padres adoptivos. Los niños se vestían con sus mejores ropas, recitaban poemas aprendidos de memoria y forzaban sonrisas. Se empujaban, se interrumpían, luchaban por llamar la atención. Pero Iván se mantenía al margen. No hacía monerías, no sonreía, no mendigaba miradas. Esperaba. No a cualquiera. Solo a esa mujer, la de los ojos de sus sueños.

—Iván, por favor, sonríe —rogaba una cuidadora.

Pero él fruncía el ceño con terquedad y apartaba la mirada. Sabía que no se iría con extraños. Reconocería a la que aparecía en sus sueños.

Un día, llegó una delegación al orfanato para celebrar su aniversario. Cámaras, fotógrafos, rostros desconocidos. Iván, como siempre, se sentó en un rincón apartado. Hasta que su mirada se topó con una mujer: alta, delgada, pelo corto y una sonrisa que le erizó la piel. Y los ojos… ¡los mismos! El aliento se le cortó.

De pronto, ella lo miró directamente. Sus miradas se encontraron, y, por primera vez en su vida… sonrió.

La cuidadora dejó caer la taza de té. En seis años en el orfanato, Iván jamás había sonreído. Y ahora lo hacía, espontáneo, luminoso, verdadero.

La mujer se acercó. Se sentó a su lado. Él no apartó los ojos. Escuchó, rio, preguntó. Sin miedo. Con ella era igual que en sus sueños: ligero, seguro, real.

Después, empezó a visitarlo. Sin cámaras, sin delegaciones. Le traía libros, paseaban por el patio, hablaban de nubes y ciudades que ella había conocido. Hasta que desapareció. Un mes entero. Iván no preguntó a las cuidadoras; temía oír que no volvería.

Pero regresó. Llegó con una chaqueta sencilla, sin maquillaje. Y le dijo:

—Iván, he venido a llevarte a casa. Serás mi hijo.

No lo creyó. Pensó que soñaba. Se pellizcó: dolía. Era verdad. No dijo nada, solo la abrazó. Largo. Silencioso. Como solo él podía hacerlo.

Después, ella le presentó a su marido. Un hombre sencillo y bondadoso, que lo aceptó como a un hijo desde el primer día. Juntos empezaron una vida nueva. Su primer pastel en el piso. Su primer viaje al bosque. Su primera noche en la que no tuvo que dormir escuchando pasos ajenos en el pasillo.

Iván nunca volvió al orfanato. Solo a veces, al pasar frente al espejo, notaba que en sus ojos aparecía aquella misma luz: azul, cálida, como la de ella. Su nueva madre. La verdadera.

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