**Ojo por ojo: el precio de la indiferencia**
En un tranquilo pueblo a orillas del Tajo, Tamara Guerrero llevaba años esforzándose por ser la madre y suegra perfecta. Había sacrificado tiempo, energía y dinero por la felicidad de su hijo y su nuera. Pero su indiferencia e ingratitud le rompieron el corazón. Cuando la nuera, desesperada, le pidió ayuda, Tamara, por primera vez, le dijo que no. Era hora de pagar con la misma moneda. Ahora se preguntaba: ¿era justa su venganza o solo el principio del fin de los lazos familiares?
Hacía poco, recibió una llamada de su nuera, Natalia. Su voz temblaba de debilidad: «Tamara, por favor, ¡ven! Tengo mucha fiebre, la garganta destrozada por una amigdalitis. ¡Me siento horrible! Quédate con Lucía, ¡ayúdame!». Tamara, sentada en su piso en el centro de Toledo, respondió fría: «Lo siento, Natalia, pero no puedo. Estoy en la finca, en el campo, y no pienso volver». Colgó el teléfono, sintiendo cómo la ira y un amargo alivio hervían dentro de ella.
Cuando Tamara le contó lo sucedido a su vecina, Carmen, esta se llevó las manos a la cabeza: «¡Dios mío, Tamara! ¿Qué estás haciendo? ¡No estás en el campo, estás aquí! Natalia lo está pasando mal con la niña, ¡solo tiene tres meses! ¿Cómo puedes hacerle esto?». Tamara frunció el ceño: «Sí, mi nieta tiene tres meses. Pero Natalia se lo merece. Cinco años intenté ser su amiga. Les di un dineral para la boda, les ayudé con la reforma, amueblé su casa. ¿Y alguna vez me dieron las gracias? ¡Nunca! Solo gastan en ropa de marca, móviles nuevos y viajes a la Costa del Sol».
Su voz tembló de dolor al continuar: «Cuando Natalia estaba embarazada, la llevé a los mejores médicos, llevaba sus análisis a la clínica yo misma. Le preparaba comida casera y limpié su casa antes de que salieran del hospital. ¿Y qué? ¡Ni una palabra de agradecimiento! Lo daban por hecho, como si fuera mi obligación». Carmen suspiró: «Tamara, los hijos a veces son así, creen que los padres deben ayudar». Pero Tamara negó con la cabeza: «¿Deben? Cuando yo pedí ayuda, ¡me dieron la espalda!».
La única vez que Tamara pidió ayuda a su hijo, Alejandro, fue al volver de una visita a su hermana en Zaragoza, cargada con maletas pesadas. «Ale, por favor, ¿me recoges en la estación?», le pidió. Él aceptó, pero una hora después, Natalia llamó: «Tamara, coge un taxi. Alejandro tendría que pedir permiso en el trabajo, y es un lío. El tren llega temprano, no dormirá lo suficiente». Tamara sintió un nudo en la garganta. «¡Encontraron tiempo cuando Natalia y la niña tuvieron que ir al médico! ¿Pero para mí no?», le dijo indignada a Carmen.
«Natalia tiene razón, no se puede faltar al trabajo así —intentó calmar la vecina—. Alejandro mantiene a la familia, no puede arriesgarse». Pero Tamara no cedió: «¡Podría haberlo hecho! Casi nunca pido nada, y ni siquiera llamaron para saber si había llegado bien. Las maletas pesaban mucho, no podía con ellas. Por suerte, unos viajeros me ayudaron a sacarlas del tren, y luego contraté a un mozo. ¡Un taxista, un desconocido, las subió hasta mi puerta! ¿Y mi hijo y mi nuera? ¡Me dejaron tirada!». Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero su voz se endureció: «Ahí decidí que se acabó. No les ayudaré más».
Carmen movió la cabeza: «Tamara, pero la niña no tiene culpa de nada». Tamara guardó silencio, sintiendo un pinchazo de culpa, pero el rencor era más fuerte. «Se han pasado, Carmen. ¿Yo tengo que estar a sus órdenes y ellos no me dan nada a cambio? ¡No es justo! Que ahora vean lo que se siente al ser ignorados». Recordaba cómo se enorgullecía de su hijo, cómo soñaba con una familia unida. Pero cada gesto suyo era recibido con frialdad, y su bondad, dada por sentada. Ahora había decidido: si no la valoraban, ella haría lo mismo.
Por las noches, Tamara se quedaba despierta, dividida entre la rabia y la pena. Se imaginaba a la pequeña Lucía llorando en su cuna, a Natalia sufriendo con fiebre. Su corazón se encogía, pero el recuerdo de la traición de Alejandro y Natalia ahogaba su compasión. «Ellos lo eligieron», susurraba en la oscuridad, aunque las lágrimas le quemaban las mejillas. Sabía que su decisión podía alejarla para siempre de su hijo y su nieta, pero era tarde para echarse atrás. «La justicia debe prevalecer», se repetía, aunque en el fondo temía que esa justicia la dejara sola para siempre.
Tamara miraba por la ventana las calles nevadas de Toledo y se preguntaba: ¿había hecho lo correcto? Su corazón se desgarraba entre el deseo de castigar a los ingratos y el miedo a perderlos. Recordaba su alegría cuando nació Lucía, cómo soñaba con cuidarla. Pero la indiferencia de su hijo y su nuera acabaron con esa ilusión. Ahora esperaba que dieran el primer paso, pero el teléfono seguía en silencio. «¿Tengo razón?», se preguntaba, sin encontrar respuesta.