Ay, te cuento esta historia… es de esas que te dejan el corazón en un puño.
Isabel se había preparado para ese día como si fuera una fiesta. Se compró un vestido nuevo, hizo la tarta de cerezas que tanto le gustaba a su marido, la de siempre, con ese crumble que hacía que Adrián se relamiera de gusto. Compró un ramo de rosas blancas como la nieve y salió antes de lo habitual. Hoy era el Día de la Madre y su suegra, Doña Carmen, los había invitado a comer. Todo tenía que salir perfecto.
Adrián dijo que tenía una reunión de trabajo. Por eso, cuando Isabel llegó a ese bloque de pisos de siempre en Valladolid y vio su coche aparcado, algo se le encogió dentro.
“Qué raro…” murmuró.
Decidió darle una sorpresa. Sacó la llave, la giró con cuidado en la cerradura. Se quitó los zapatos, pisó descalza el pasillo y contuvo la respiración. Desde la cocina llegaban voces. Iba a gritar “¡Hola!” pero se detuvo en seco. Hablaban de ella. Doña Carmen y Adrián.
“Adrián, escúchame bien…” decía su suegra con tono tajante. “Este matrimonio es un error. Me he callado, pero ya no puedo más. Ella no es para ti. No tiene abolengo, ni dote, ni educación, ni dos dedos de frente.”
“Mamá, por favor…”
“¿Mamá qué? Esa sonrisa fingida, siempre en las nubes. No tiene estilo, ni gusto. ¿Y eso de escribir? ¿Eso es una profesión? ¿Quién se cree? ¿Una poetisa? ¿Con versos vas a alimentar a tus hijos?”
“Madre, basta…” la voz de Adrián temblaba.
“Mira a Lucía, la hija de Doña Pilar. Culta, inteligente, guapa, con piso propio y padres con posibles. Y esta tuya… ¿qué te ha dado? ¿Aparte de esa mirada de perro abandonado?”
A Isabel se le heló la sangre. Se apoyó en la pared. Las palabras le golpeaban como latigazos. “No valgo. Soy una trepa. Sin futuro.”
“Ella es buena persona…” intentaba defenderse Adrián, “la quiero…”
“Amor, amor… piensa en el mañana. En los hijos. ¿Vas a mantenerla toda la vida? No sabe hacer nada, ni vestirse como es debido.”
Isabel no pudo más. Dio media vuelta, salió en silencio y se alejó sin mirar atrás. El viento frío de noviembre le azotaba la cara, las lágrimas caían solas. En su cabeza retumbaban las palabras: “no es para ti… sin estilo… inútil…”
Al anochecer, sentada en una cafetería con el café ya frío, llamó a Adrián:
“No voy a ir. Estuve en tu casa. Lo oí todo.”
“¿Qué dices?” su voz se quebró.
“Todo. Que no te merezco. Que soy una fracasada. Que ni siquiera soy digna de llevar tu apellido.”
Silencio.
“Isabel… es que mi madre… solo se preocupa…”
“¿Por ti o por su orgullo?”
Colgó. Regresó a casa tarde, entró directa al dormitorio sin hablar. Adrián intentó explicarse, justificar a su madre, pero ella no quería oír nada.
Los días siguientes fueron gélidos, como la calle. Evitaba a su marido, vivía como en una niebla. Hasta que… una mañana, preparando el café, le entró un asco repentino. Le dio vueltas la cabeza. Retraso, un cansancio raro…
Compró un test. Dos rayitas.
Embarazada.
El que tanto había deseado. Pero ahora… era un puñal.
“Estoy embarazada,” le soltó esa noche.
Adrián palideció, luego sonrió:
“¿En serio? ¡Es un milagro!”
“Sí. Pero no sé si quiero tenerlo. Con tu madre… con lo que dijo…”
Él se acercó, la abrazó.
“No estás sola. Vamos a ser una familia. De verdad. Mi madre… no es eterna. Pero este bebé sí es nuestro. Estoy contigo.”
Al día siguiente, fueron a casa de Doña Carmen.
“Madre…” empezó Adrián, agarrando la mano de Isabel. “Vamos a tener un hijo.”
La mujer se quedó petrificada. Luego brillaron sus ojos: no se sabía si eran lágrimas o luz.
“¿En serio? Dios mío… ¡voy a ser abuela!”
Se acercó a Isabel, la abrazó. Con calidez, de verdad.
“Perdóname, hija. Te he hecho mucho daño. Soy una vieja tonta. Pero esto es una bendición. Vas a traer un ángel a esta familia.”
En la cocina, silbaba el hervidor. Empezó el ajetreo.
Isabel y Adrián se miraron. Y por primera vez en mucho tiempo… sonrieron. Quizá esto era solo el comienzo.