**Rencores de Infancia**
Lucía repartió la avena en los platos y dibujó con mermelada una cara sonriente en el de su hijo.
—¡Hombres! ¡A desayunar! —llamó mientras servía el té recién hecho.
Javi se sentó a la mesa y frunció el ceño al ver su plato.
—No me gusta la avena —refunfuñó.
—¿Qué dices? La avena es muy sana. Si quieres ir a la pista de hielo, primero tienes que desayunar bien —intervino Álvaro, sentándose frente a su hijo. Tomó un bocado y exageró un gesto de satisfacción—. ¡Mmm… Qué rica! Tu madre es una maga. Te lo digo en serio, nadie hace la avena como ella.
Javi lo miró con escepticismo, pero al final tomó la cuchara y comió. Cuando terminó, Lucía recogió el plato y le acercó la taza de té.
—¿Ocurre algo? —preguntó a su marido—. Últimamente estás distraído. ¿Problemas en el trabajo?
—Me lo he comido todo. ¿Cuándo vamos a la pista? —preguntó Javi, alegre.
—Ve a jugar un rato. Tu madre y yo tenemos que hablar —dijo Álvaro, notando la mirada decepcionada de su hijo—. Un poco más tarde. Vete.
Lucía creyó leer el pensamiento de Javi: dudaba entre llorar, temiendo que los planes se arruinaran, o irse a su cuarto a rumiar en silencio. Le sonrió y asintió, asegurándole que irían… pero más tarde.
Javi bajó del taburete y salió de la cocina con el ceño fruncido.
—¿Qué te atormenta? —preguntó Lucía, ocupando el sitio de su hijo.
—No sé cómo decirlo. Ni siquiera lo entiendo del todo —murmuró Álvaro, girando la taza entre sus manos.
—¿Tienes una amante? ¿Quieres irte con ella? —preguntó Lucía sin rodeos.
—¿Qué dices, Lucía? ¿Cómo se te ocurre algo así? —saltó Álvaro, indignado.
—¿Qué otra cosa podía pensar? Si no es el trabajo, ¿qué más te tiene así? Ayer te pedí que sacaras la basura. Asentiste, pero se te olvidó. Estás en las nubes. Dime la verdad, no me mientas —advirtió Lucía.
Álvaro la miró fijamente.
—Ha venido mi madre —confesó al fin, con dificultad.
Lucía notó el peso de sus palabras.
—¿En sueños? ¿Y qué te dijo desde el más allá que te tiene así? —bromeó, intentando aliviar la tensión.
—No, no en sueños. Viva —Álvaro apartó bruscamente la taza, derramando el té. Lucía saltó, cogió una esponja y lo limpió.
—Pero si estaba muerta. ¿O me has mentido todos estos años? —La esponja cayó en el fregadero con un golpe seco.
—No mentí. ¡No lo entiendes! Para mí, ella estaba muerta —replicó Álvaro, irritado.
—Vale, vamos por partes. Muerta, viva… Explícame. Te escucho.
—¿Qué hay que explicar? Tenía diez años. Mi padre bebía. Discutían mucho. Ella era guapa, y él era muy celoso. Hasta le pegaba. Ella se tapaba los moratones, pero yo los veía.
Aquel día, mi padre llegó borracho. La acusó de ser la causa de su alcoholismo. Ella callaba, y eso lo enfurecía más. Me fui a mi habitación, pero oí los gritos. Luego un golpe seco… y silencio. Salí y lo vi tirado en el suelo, con sangre en la cabeza. Y mi madre… ahí de pie, tapándose la boca con las manos.
Me empujó fuera, dijo que mi padre se había caído, que llamaría a una ambulancia. Pero llegó la policía. Se la llevaron, diciendo que volvería pronto, que esperara a tía Rosa, mi tía paterna. Me senté en el recibidor hasta que llegó.
Lloró por mi padre y llamó a mi madre asesina. Dijo que merecía pudrirse en la cárcel. Luego me ordenó hacer la maleta. ¿Qué podía hacer?
Me habló mal de ella durante años. Yo gritaba que mi madre era buena, que amaba a mi padre, que no tenía amantes. Pero nadie me escuchaba. Tío Luis, el marido de tía Rosa, me dijo que no contara nada. Que dijera que mis padres habían muerto en un accidente. Que en el colegio me marginarían por ser hijo de una asesina.
Mi madre nunca vino por mí. Ni cartas, ni llamadas. Dejé de esperarla. Me daban de comer, me vestían… pero no me querían.
Un día cogí diez euros de la cartera de mi tía. No recuerdo para qué. No me daba dinero. Me pilló y me dio una bofetada. Dijo que si volvía a robar, me mandaría a un orfanato.
Solo esperaba crecer para irme. No sé cómo no acabé delinquiendo. Al terminar el instituto, vine aquí, estudié ingeniería, te conocí…
Me acostumbré a mentir. Hasta a ti. Temía que me dejaras si sabías la verdad.
—Dios… Cuánto has sufrido —susurró Lucía, cubriendo su mano con la suya—. ¿No la viste nunca más?
—No. Cuando apareció hace tres días en mi trabajo, no la reconocí… pero supe que era ella. Lo sentí. Al principio no quería hablarle. El rencor seguía ahí. Me abandonó, mató a mi padre, arruinó mi vida…
Pero su mirada me venció. Fuimos a una cafetería… Lucía, tengo miedo de admitirlo, pero me alegro de que haya vuelto.
—¿Y qué te contó? ¿Realmente mató a tu padre? —preguntó Lucía, tensa.
Álvaro asintió.
—Fue un accidente. Cuando él la iba a golpear, ella lo empujó. Tropezó y se dio con la sien en la mesa…
—¿La condenaron? —preguntó Lucía en voz baja.
—Sí. Tenía moretones recientes. Decidieron que no era defensa propia. Los vecinos y tía Rosa declararon en su contra.
Dijo que me escribió cartas, pero nunca llegaron. Tía Rosa las destruyó. En una, pedía verme. Me enseñó la respuesta de mi tía: que la había olvidado, que no quería una madre asesina. Yo no sabía nada. Pero al crecer, tampoco la busqué. Tantos años…
Lucía vio el dolor en sus ojos.
—¿Por qué apareció ahora? ¿Por qué no vino cuando salió de prisión?
—Se lo pregunté. Tenía miedo. Temía que no la perdonara. Me vigiló todos estos años. Me seguía, me veía… y yo ni cuenta. —Se agarró la cabeza, despeinado—. Vendió su piso y se mudó aquí para estar cerca. Limpió escaleras, trabajó de empleada… aunque era licenciada en Historia. Nadie la contrataba en colegios. Pensó que me daría vergüenza. Y tenía razón.
—¿Y ahora?
—Es guía en el museo. A veces hace tours.
Lucía recordó algo.
—Creo que la vi. ¿Cómo es?
—Alta, delgada. Ojos tristes…
—Ah, sí. Una mujer nos miraba cuando volvíamos del súper. La invité a entrar, pero se negó. Llevaba un abrigo negro y un pañuelo rosa.
—Era ella. Vino muchas veces a vernos.
—¿Y qué quiere? —Lucía se abrazó, como si tuviera frío.
—¿Te molesta que matara a mi padre, aunque fuera sin quererÁlvaro tomó aire antes de responder: “Quiere conocerte… y conocer a su nieto”.