Ofendida

—Bueno, hijita, ¿ya lo has pensado? Ayer vi un “Seat” precioso, blanco, con asientos de piel. Una maravilla. Solo cuesta treinta y cinco mil euros —la voz de Tamara sonaba falsamente despreocupada, pero detrás se escondía una presión calculada.

—Mamá… —María soltó el aire y cerró el portátil—. Ya hablamos de esto. Tenemos una hipoteca, Lucía se enferma cada mes. ¿De dónde voy a sacar treinta y cinco mil? Búscate algo más modesto.

Desde el dormitorio llegaban gritos infantiles. Sergio forcejeaba con Lucía, que se negaba a ponerse los calcetines. Eran las ocho menos veinte. María debía salir al trabajo en diez minutos. Todo este asunto del coche resurgía en el peor momento.

—Pues pedid un crédito —dijo Tamara con calma, acercando el plato de magdalenas—. Sois jóvenes, tenéis antigüedad en el trabajo, buenos sueldos. No os pido dinero para un luto, es para algo útil.

María se giró bruscamente hacia su madre, con los puños apretados.

—¿Y con qué lo pagamos, mamá? ¿Con el aire? ¿Me estás escuchando? Ya tenemos una hipoteca.

Tamara resopló, cruzó los brazos y apartó la mirada.

—Ajá. Los padres de Sergio tienen coche, pero yo, como siempre, me quedo en la cola.

Ahí, a María se le cruzaron los cables.

—Los padres de Sergio tienen coche porque lo compraron ellos. Vendieron el viejo, ahorraron. No le pidieron nada a nadie. Y tú, apenas sacaste el carné y ya quieres un Seat de treinta y cinco mil.

—¡¿Y por qué crees que solo ahora saqué el carné?! —estalló Tamara—. ¡Porque te crié a ti, gasté hasta el último céntimo en ti, ahorré para tu primer depósito! Y ahora, cuando por fin tengo la oportunidad, me dan calabazas.

María miró a Sergio, que ayudaba a su hija a calzarse y parecía cansado y apurado. Como siempre, no intervenía. Esperaba que lo resolvieran solas. Pero por el gesto de sus labios, era evidente que ya estaba harto.

—Mamá, tú misma me dijiste que tenías miedo de conducir. Mira, no somos unos ogros. Pero no tenemos una tarjeta de platino. —La indignación en su voz se convirtió en cansancio—. Ya te ayudamos en todo. Pagamos tu comunidad, te damos para las medicinas, los regalos, mil cosas…

Tamara se llevó la mano al pecho con un dramatismo de telenovela, como si acabara de recordar su hipertensión.

—Oh, ya veo cómo sois. ¿Ahora vas a echarme en cara cada euro?

María exhaló con fuerza, como soltando vapor. Tenía la boca seca y las palmas sudorosas. No era la primera vez que hablaban del coche, pero hoy la discusión era más dura. Todo se mezclaba: la falta de sueño, las bajas médicas de Lucía, el trabajo, las facturas sin pagar en el buzón.

Entonces Tamara soltó la bomba definitiva:

—¿Y si me quedo con Lucía cuando esté enferma? Tú podrías trabajar sin faltar, ganar más. Así podríamos pagar el crédito.

María se quedó paralizada unos segundos.

—Espera. ¿O sea que solo cuidas a tu nieta si te compramos un coche? Antes no podías por tu salud, ¿no? ¿Pero ante un Seat tu presión se normaliza?

—No exageres —refunfuñó Tamara—. Solo busco un acuerdo. Para que todos estemos bien.

—Un acuerdo es cuando ambas partes ceden. Tú solo pones condiciones.

Tamara giró en redondo y se dirigió a la puerta.

—Vale. Ya os entiendo. Vive sin mí. Y no me llaméis cuando necesitéis a la abuela. Arreglaos solos.

María no salió tras ella. Se sentó junto a la ventana y cerró los ojos, intentando asimilar lo ocurrido.

Sergio se acercó y le puso una mano en el hombro.

—Tienes razón —murmuró—. Lástima que haya acabado así.

Un silencio extraño llenó el piso. Hasta Lucía dejó de quejarse. Solo miraba la puerta con inquietud.

—¿La abuela se fue para siempre? ¿Ya no vamos a verla?

María no lo sabía. En su corazón hervían el cansancio, la rabia y el rencor infantil. Habían ayudado a su madre tantas veces, sin pedir nada. Y ahora ella les negaba su cariño a menos que le compraran un coche.

Pasaron dos meses. Por dentro, la familia parecía recomponerse. O, al menos, mantenerse estable. Lucía iba a la guardería, María trabajaba, Sergio cogía horas extra y apenas estaba en casa. Nadie mencionaba a Tamara, pero su presencia se sentía en los peluches que le había regalado a Lucía, en los calcetines de lana, en la receta de su pastel familiar.

Y Lucía la echaba de menos. Al principio en silencio, confundida. Luego, con preguntas.

—Mamá, ¿la abuela se fue de viaje?
—No, es que… está ocupada.
—Antes me llamaba cuando tosía. Ahora no. ¿Se ha olvidado de mí?

María intentaba sonreír, inventar excusas, decir que la abuela tenía obras o el móvil roto. Pero su voz sonaba vacía, y en el corazón de Lucía crecía la angustia.

La situación estalló una tarde. Lucía estaba en el sofá con la tablet, María fregaba los platos. Un día normal: Sergio tardaría, la cena se cocinaba, el buzón lleno de facturas pendientes.

—Quiero llamar a la abuela. ¿Puedo? —preguntó la niña, quieta en el marco de la puerta.

María suspiró. Sabía cómo acabaría, pero asintió. Quizá esta vez contestara. Quizá al ver el número de su nieta, se ablandaría.

El tono de llamada sonó hasta cortarse. Lucía marcó otra vez. Y otra. Tras el cuarto intento, rompió a llorar.

No era un berrinche. Era un llanto callado, de niña que no entiende qué hizo mal.

María la abrazó. Ya se arrepentía.

—Cariño, quizá la abuela no oyó. A lo mejor está durmiendo.
—No duerme —dijo Lucía, entre sollozos—. Ya no me quiere. Porque no le compramos el coche. La abuela está enfadada…

A María se le nubló la vista. Como si alguien le hubiera clavado un cuchillo. Apretó a su hija, como si fuera su ancla. Balbuceó algo sobre que la abuela la quería, solo que… ¿Solo qué? Ya no tenía excusas.

Ardía por dentro. Esto no podía ser. Podías enfadarte con tu hija, con tu yerno, con quien fuera. ¿Pero arrastrar a un niño a este juego sucio? ¿Castigar a una niña por no comprarte un Seat? Era el colmo.

Más tarde, con Lucía dormida, María estaba en la cocina con una copa de vino barato. Su vecina Marta, que solía visitarla para ver si “el día a día no la había absorbido”, entró.

—¿Qué te pasa? Pareces un cuadro —dijo, cortando fruta.
—Es mi madre. O mejor dicho, sigue siéndolo. Lucía lloró hoy. Intentó llamarla, pero ni cogió el teléfono.

Marta suspiró; ella tampoco se llevaba bien con su madre.

—Mira… a veces a los mayores no les llega la sabiduría, sino los rencores. Creen que el mundo les debe algo.

María no respondió, solo asintió.

—Pero piénsalo asíMaría miró hacia el dormitorio donde dormía Lucía, respiró hondo y, con manos temblorosas, marcó el número de su madre.

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