Odio Desenfrenado

**Odio**

Al salir del edificio de la oficina, Javier se dirigió mecánicamente hacia el aparcamiento, pero recordó que el día anterior había llevado su coche al taller. Primero, un gesto de frustración; luego, pensó que quizá era mejor así. Subir a un autobús en hora punta, asfixiante y abarrotado, no le apetecía. Decidió caminar. Solo le inquietaba el cielo oscuro, cada segundo más negro, amenazando tormenta.

Mientras avanzaba, Javier miraba de reojo las nubes. Un trueno lejano retumbó. Sabía que por allí había un café —lo veía cada día al pasar— pero nunca había entrado. Apuró el paso.

Justo cuando llegaba, las primeras gotas gruesas cayeron sobre su cabeza y hombros. Entró de un salto. El estallido del rayo, segundos después, sacudió el suelo. Afuera, la lluvia convertía el día en noche.

Dentro, era cálido y seco. Vio varias mesas libres. La puerta tras él se abrió, dejando entrar el estruendo del aguacero y a dos chicas. Javier ocupó una mesa. Más gente entró, refugiándose. El murmullo de conversaciones sobre la tormenta llenó el local.

Una camarera alta y seria dejó la carta frente a él. Intentó marcharse, pero Javier la detuvo.

—Carne sin guarnición, ensalada y un café —dijo, conciso.

La camarera anotó algo y se alejó, ocupada con otros clientes. Mientras, el barista subió el volumen de la música, ahogando el ruido de la lluvia.

Javier esperaba su pedido, agradecido de haber llegado a tiempo, de no tener que volver aún a casa, de no tener que dar explicaciones a su esposa.

Se había casado hacía ocho años con Lucía, una mujer vivaracha. Al principio, todo fue perfecto. Pero Lucía cambió. Una amiga se casó con un empresario, y ella ardía en envidia. Solo hablaba de abrigos de piel, diamantes y cirugías.

—¿Para qué quieres eso? Eres joven y guapa.

—Pues lo seré más —respondía ella, criticando su nariz, sus labios, su pecho.

Javier intentó disuadirla. Le decía que el silicio no la haría más bella, sino lo contrario.

—Dices eso porque no tienes dinero —replicaba ella, ofendida.

Y de hijos, ni hablar.

—Engordaré, dejarás de quererme. Cuando ganes lo suficiente, hablamos.

No discutía. La amaba. Un amigo de la universidad le había ofrecido unirse a su negocio. Prometía fortuna. Javier arriesgó. Al principio, bien: hasta cambió el coche heredado de su padre por uno mejor.

Hasta que todo se derrumbó. Hacienda los investigó, bloquearon cuentas, los competidores los devoraron. Javier acabó con nada.

Lucía lo llamó fracasado. Las peleas ahogaron su amor. Volvió a su antiguo trabajo, viviendo por inercia, sin ánimo para dejarla.

***

Una pareja joven se sentó cerca. Javier los miró y recordó cuando él y Lucía eran así: enamorados, felices. ¿Dónde se había perdido todo?

Un grito en la barra lo sacó de sus pensamientos. Dos chicas se defendían de un borracho insolente. No parecían habitués del lugar, solo estudiantes refugiadas de la lluvia. El tipo agarró a una y la arrastró hacia la salida. Su amiga intentó ayudarla, pero él la empujó contra la barra, haciéndola tambalear. Nadie intervino.

Javier se levantó y cortó el paso al hombre. El otro lo miró con desprecio.

—¿Qué pasa? Lárgate. —Sin soltar a la chica, lanzó un puñetazo. Javier esquivó y devolvió el golpe. El borracho se abalanzó, iniciando una pelea. Javier logró noquearlo. Alguien gritó que había llamado a la policía.

—Vámonos de aquí —la chica tiró de su mano.

Su cabeza zumbaba; el sabor a sangre en su boca, el labio partido. Obedeció y salió con ella. La lluvia amainaba. Doblaron una esquina.

—Hay una farmacia cerca. Vamos, necesitas curarte. —Le atendió allí mismo, limpiando sus heridas con suavidad.

—Gracias —dijo él.

Estaban cerca. Él olió su champú, notó sus manos delicadas. *Es guapa*, pensó. Sus miradas se encontraron, y ella enrojeció.

De pronto, su amiga irrumpió:

—¡Ahí estáis! ¡El taxi ya viene! Venga, Sara.

Sara miró a Javier. Él sonrió. Las chicas se marcharon. Al salir, vio el taxi alejarse.

Avanzó unos pasos cuando oyó:

—¡Espere!

Era Sara, corriendo hacia él.

—¿Sara? ¡Vamos! —gritó su amiga desde el auto.

—Vete tú —respondió Sara, mirándolo.

—Ni siquiera sé cómo te llamas. Nadie más me defendió.

—Javier.

Caminaron juntos, sin rumbo. Sara acababa de graduarse, aún sin trabajo.

Él confesó que estaba casado, aunque su matrimonio agonizaba.

—Lo sé, vi el anillo. Temí no verte más.

Él sintió que aquello era destino. Podría haber tomado el autobús, la tormenta haber evitado el café… Pero se encontraron. No recordaba esa emoción. Con Lucía nunca hubo mariposas.

—Oye, ¿y tu casa dónde está? —preguntó Sara, repentinamente.

—La pasamos hace rato —confesó—. No quería separarme de ti.

Regresaron. Javier llamó un taxi para ella, intercambiando números antes de despedirse.

Al llegar a casa, Lucía lo asaltó:

—¿Dónde estabas? —Vio los vendajes, la sangre—. ¿Te peleaste?

—¿Qué más da?

—Ojalá te preocuparas así por mí —refunfuñó, yéndose a la cocina. El sonido de platos rompió el silencio.

—Lucía, divorciémonos. No podemos seguir así.

—¡Sabía que tenías a otra! —gritó, insultándolo.

—Te di mis mejores años, y tú… —En su rabia, levantó un plato. Él lo detuvo antes de que lo golpeara. El plato estalló en mil pedazos.

Cuando intentó agarrar una sartén, Javier la inmovilizó.

—¡Basta! No hay nadie, pero no soporto vivir así. ¿Por qué aguantar a un fracasado?

Al día siguiente, alquiló un piso y se fue.

Le costó llamar a Sara. Era mayor, aún técnicamente casado. Pero cuando ella lo buscó, su corazón saltó de alegría.

Empezaron a salir: cines, paseos. Él inició el divorcio, renunciando a todo. Sin hijos, fue rápido. Tras firmar, invitó a Sara a su casa. Un mes después, ella le dijo que esperaban un bebé.

Javier se emocionó. Pero los padres de Sara desconfiaban: un divorciado mayor, sin piso. Su madre frunció el ceño; su padre calló tras el periódico. Aun así, aceptaron la boda, regalándoles un pequeño apartamento.

El embarazo fue duro. Sara adelgaba, dormía todo el día, tosía. El médico no vio problemas, pero Javier notaba que algo andaba mal.

Una enfermera los detuvo al salir:

—Disculpe… Esto me es familiar. No quiero asustarlos, pero… —Calló al mirar a Sara—. Vayan con mi tía. Ella puede ayudar.

—¿Una bruja? —preguntó Javier, incrédulo.

—No. Pero entiende de estas cosas.

Al día siguiente, visitó a la anciana.La mujer tomó la mano de Javier, cerró los ojos un momento y luego susurró: “El odio de Lucía es una enfermedad tan mortal como el cáncer que ahora la consume, pero su perdón, aunque tardío, ha roto la maldición”, antes de señalar la puerta con un gesto cansado.

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