Ocho años lejos de mi hogar, y un nuevo motivo para empezar de nuevo.

Mateo detuvo el coche frente a la entrada del cementerio y respiró hondo. Dios, ¿cuántas veces había pensado en venir? ¿Cuántas veces lo pospuso para “después”? Cuando su madre vivía, nunca tenía tiempo. Tras su muerte, parecía no quedar espacio para el pasado en su vida.

Pero ya era hora de despertar. De entender que todo ese mundo que había construido con tanto cuidado era solo una fachada. Ni una palabra, ni un gesto tenían base real. Irónicamente, hasta agradecía a Natalia —su exmujer— por derribar ese frágil castillo de naipes. ¡Un solo golpe y todo se vino abajo! Esa vida familiar perfecta en apariencia, esas relaciones “auténticas” con sus amigos… Y en realidad, su esposa, su mejor amigo y todos los que sabían y callaron. No fue solo un fracaso. Fue un golpe del que aún no se recuperaba.

Tras el divorcio, volvió a su pueblo natal. Ocho años habían pasado desde que enterró a su madre. ¡Ocho años! Y ni una sola vez encontró tiempo para visitar su tumba. Solo ahora, cuando no le quedaba nada bueno en la vida, comprendió una verdad simple: su madre había sido la única persona que jamás lo traicionaría.

Se casó tarde —a los treinta y tres, mientras Natalia solo tenía veinticinco. La exhibía como un trofeo. Era guapa, elegante, “de sociedad”, o eso creía él entonces. Ahora recordaba su rostro distorsionado por la rabia, las palabras que le lanzó con odio: que había odiado cada momento de su corta vida juntos, que cada noche con él fue una tortura. Aún no entendía cómo pudo ser tan ciego. Ella lloró, pidió perdón, dijo que se sentía sola… Pero al mencionar “el divorcio”, la máscara cayó. Ahí estaba su verdadero rostro.

Mateo salió del coche con un ramo grande de flores en las manos. Caminó despacio, mirando al suelo. El sendero seguramente estaría cubierto de maleza. Ni siquiera vino cuando colocaron la lápida —lo organizó todo a distancia. Un símbolo perfecto de su vida: todo desde lejos, nada real.

La tumba estaba impecable. La lápida limpia, flores frescas, tierra removida con cuidado. Alguien la había cuidado. Quizá una vieja amiga de su madre. Aunque… al parecer, su propio hijo no tuvo tiempo.

Abrió la verja y susurró:

—Hola, mamá…

La garganta se le cerró, los ojos le ardieron. No esperaba llorar. Él era un hombre de negocios, frío, calculador, acostumbrado a controlarse. Pero ahora sollozaba como un niño. No intentó contener las lágrimas. Eran liberadoras, limpiaban su alma de todo lo relacionado con Natalia, la traición y el dolor. Como si su madre estuviera allí, acariciándole la cabeza y susurrando: “No pasa nada, hijo mío… Todo irá bien”.

Permaneció sentado mucho tiempo. En silencio. Pero hablaba mentalmente. Recordaba su infancia: cuando se caía, se raspaba las rodillas y su madre le ponía yodo, diciendo: “Sanará, no quedará marca”. Y así era. Con el tiempo. Cada vez el dolor era menor. Su madre siempre añadía: “Te acostumbras a todo, menos a la traición”.

Ahora entendía cada palabra. Entonces le parecían frases cariñosas, pero resultaron ser sabiduría pura.

No era problema pagarle a la vecina por cuidar la casa, pero ¿cuánto tiempo podía mantenerla cerrada? Sonrió al recordar cómo conoció a la vecina. Él estaba destrozado, y su hija —Nina— lo recibió con tanto calor… Hablaron y todo fluyó naturalmente. Se fue al amanecer, dejando una nota sobre dónde dejar las llaves. Quizá ella lo consideró cobardía. Pero no prometió nada. Fue mutuo. Ella acababa de divorciarse de un marido tirano, contó lo difícil que había sido. Ambos estaban solos. Y se apoyaron un tiempo.

—Señor, ¿me ayuda? —dijo una vocecita.

Mateo se giró. Una niña de siete u ocho años sostenía un cubo vacío.

—Necesito agua para regar las flores. Mamá y yo las plantamos, pero hoy está enferma. ¡Con este calor se morirán! Pero el cubo pesa demasiado. No se lo diga a mamá que vine sola. Si traigo poco a poco, igual se dará cuenta.

Mateo sonrió:

—Claro, muéstrame dónde es.

La niña corrió adelante. Charlaba sin parar. En cinco minutos supo casi todo: cómo su mamá no hizo caso y bebió agua fría, cómo se enfermó, cómo visitaban la tumba de la abuela, que murió hace un año y seguro la regañaría por ello. También que la niña llevaba un año en el colegio y quería sacar solo sobresalientes. ¡Hasta soñaba con terminar el bachillerato con matrícula de honor!

Con cada palabra, Mateo se sentía más ligero. Los niños eran un milagro. Pensó en cómo le gustaría tener una familia de verdad: una esposa que lo amara y un hijo esperándolo en casa. Su Natalia era como una muñeca cara —bonita, pero sin alma. Ni hablar de hijos. Según ella, “habría que ser tonta para arruinar la figura por un mocoso”. Cinco años juntos. Y ahora entendía: no guardaba ni un recuerdo cálido de ese matrimonio.

Dejó el cubo y la niña regó con cuidado las flores. Mateo miró la lápida y se quedó helado. En la foto estaba… la vecina. Madre de Nina. Abuela de la niña.

—¿Elena Martínez era tu abuela?

—¡Sí! ¿La conocía? Aunque, claro, ¡usted era amigo de la abuela Elena!

Mateo miró fijamente a la niña:

—Entonces… ¿vives aquí con tu mamá?

—¡Sí! Ya le dije que mamá no me deja venir sola al cementerio.

Mateo la observó desconcertado. Así que Nina había vuelto y tenía una hija. Y él ni lo sabía… Espera. Ni siquiera sabía cuántos años tenía Lucía. ¿Quizá la niña nació después?

La niña se despidió corriendo, recordándole que no debía preocupar a su mamá.

Mateo volvió a la tumba de su madre, se sentó y reflexionó. Algo cambió dentro de él. Tal vez ahora Nina cuidaba la casa. Y él le pagaba, aunque antes creía que pagaba a su madre. Pero en fin, eso no importaba.

Luego fue a su casa. El corazón le dio un vuelco. Todo seguía igual —como si en cualquier momento su madre apareciera en la puerta, se secara las lágrimas con el delantal y lo abrazara. Permaneció en el coche un largo rato. Su madre no apareció.

Pero en el jardín le esperaba una sorpresa: todo ordenado, flores plantadas. Nina realmente había cuidado la casa. Tendría que agradecérselo.

Dentro también estaba limpio y acogedor, como si alguien acabara de salir. Mateo se sentó a la mesa, pero no se quedó mucho —debía hablar con la vecina antes de descansar.

Lucía abrió la puerta.

—¡Ay, es usted! —susurró, llevando un dedo a los labios—. ¡No le diga a mamá que nos vimos en el cementerio!

Mateo hizo como si cosiera su boca, y la niña rio:

—¡Pase!

—¡Mamá, vino el señor Mateo! —gritó Lucía.

Nina apareció en el pasillo y se quedNina apareció en el pasillo y se quedó paralizada, mientras Mateo, con los ojos brillantes, extendía los brazos hacia Lucía y dijo: “Soy tu padre, pequeña, y esta vez no me voy a ir”.

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Ocho años lejos de mi hogar, y un nuevo motivo para empezar de nuevo.