Obstáculo en el camino hacia la felicidad

**Un obstáculo en el camino hacia la felicidad**

Ana rompió con su novio después de casi dos años juntos. Se llamaban Carlos y Ana. Habían compartido incluso un piso, pero con el tiempo, Ana se dio cuenta de que no podía seguir a su lado. Todo en él le molestaba: su pereza, el caos en la casa, sus excusas constantes sobre el trabajo y las horas perdidas en el sofá con el móvil.

Aquella tarde, al volver de un agotador turno en el hospital, Ana tomó la decisión. El piso estaba como siempre: desordenado. Carlos, sin afeitar y con una camiseta arrugada, se limitaba a desplazarse por las redes sociales.

—Carlos, haz las maletas. Terminamos —dijo ella, sin vacilar.

—¿Estás loca? ¿Qué pasa ahora? —saltó él, levantándose de un brinco.

—Todo. No pienso cargar más contigo. Vete.

—Te arrepentirás. ¿Dónde voy a dormir a estas horas?

—En casa de tus padres, donde sea. Aquí ya no vives.

Él cerró la puerta de un portazo, advirtiéndole que lo lamentaría. Pero Ana no se inmutó. *”Cuando una puerta se cierra, otra se abre”*, pensó. Se dejó caer en el sofá y, por primera vez en mucho tiempo, sintió alivio.

Sus padres, especialmente su madre, se alegraron.

—Por fin te has escarmentado con ese gandul. Con veintisiete años, ya es hora de pensar en formar una familia —le dijo su madre, Luisa, con tono admonitorio.

Ana lo sabía. Trabajaba como enfermera en el servicio de traumatología, donde cada día llegaban casos graves. Volvía agotada, solo para encontrarse con más tareas: la cena, la limpieza, las quejas de Carlos.

Tras la ruptura, su vida se simplificó: bocadillos del bar de la calle, una ducha y a dormir. Sin críticas, ni peleas, ni resentimientos.

Meses después, apareció Javier. Había llevado a un amigo al hospital tras un accidente y quedó cautivado por la mirada de Ana. Intentó hablar con ella, pero no pudo. Al día siguiente, esperó a que saliera de trabajar. Alto, rubio y con una sonrisa amable, le gustó desde el primer momento.

Su relación avanzó rápido. Él era atento, honesto y buen oyente. Trabajaba con su padre en una empresa de transportes y siempre tenía tiempo para ella.

Cuando Ana lo presentó a sus padres, Luisa se puso tensa.

—Hola, pasad —dijo secamente al verlo.

Durante la cena, su padre intentó conversar, pero su madre apenas habló. Javier notó la incomodidad; Ana, la confusión.

Más tarde, supo la razón: la madre de Javier, Lucía, había sido la amiga de la infancia de Luisa que le robó al novio años atrás. Aunque Luisa se casó y tuvo a Ana, nunca superó el rencor. Al ver al hijo de su rival, no pudo ocultar su rechazo.

—O él, o yo —le espetó Luisa.

Pero Ana eligió el amor. Le contó todo a Javier, quien solo se encogió de hombros.

—El pasado de nuestros padres no es culpa nuestra. Vivimos el presente.

Él habló con su madre, y Lucía reflexionó:

—Tenéis vuestra propia vida. No guardo rencor. Sed felices.

Se casaron. Los padres asistieron, pero cada uno en su rincón. Luisa no sonrió en toda la noche; Lucía, en cambio, celebraba con alegría.

Han pasado meses. Ana y Javier viven felices, visitando a ambas familias, aunque el silencio entre ellas persiste.

—Quizá cuando nazca el nieto, el hielo se rompa —dijo Javier con esperanza.

Mientras tanto, disfrutan de su amor. Y hace poco supieron que pronto habrá risas de niño en su hogar.

**La vida nos enseña que dejar atrás lo que nos lastima es el primer paso para abrazar la verdadera felicidad.**

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