**Barrera en el Camino hacia la Felicidad**
Hoy cerré un capítulo de mi vida. Terminé con Adrián, con quien creí haberlo compartido todo. Casi dos años juntos, incluso viviendo bajo el mismo techo, pero cuanto más se arraigaba la rutina, más clara era la verdad: no podía seguir con él. Me exasperaba su pereza, el caos en el piso, sus excusas eternas sobre el trabajo, sus horas muertas en el sofá con el móvil.
Esa noche, al volver de un agotador turno en el hospital, tomé la decisión. El piso estaba como siempre: desordenado. Adrián, sin afeitar y con una camiseta vieja, hojeaba sin interés las redes sociales.
—Adrián, recoge tus cosas. Se acabó —dije, sin vacilar.
—¿Estás loca? ¿Qué pasa ahora? —saltó del sofá, indignado.
—Todo pasa. No pienso cargar más contigo. Vete.
—Te arrepentirás. ¿Dónde voy a quedarme a estas horas?
—En casa de tus padres, donde sea. Pero aquí no.
Salió dando un portazo, jurando que lo lamentaría. Pero no temblé. “Cada puerta que se cierra es una nueva oportunidad”, recordé. Me senté en el sofá y, por primera vez en mucho tiempo, respiré aliviada.
Mis padres, sobre todo mi madre, celebraron la noticia.
—Por fin te libraste de ese gorrón. Con veintisiete años, ya es hora de pensar en formar una familia —dijo mamá con tono admonitorio.
Lo sabía. Trabajaba como enfermera en traumatología, donde cada día llegaban pacientes graves. Volvía exhausta, y en casa me esperaban más tareas: la cena, la limpieza, las quejas de Adrián… Tras la ruptura, mi vida fue más sencilla: kebabs del puesto cercano, una ducha y a dormir. Sin reproches, sin dramas.
Pasaron unos meses, y entonces apareció Daniel. Vino al hospital con un amigo tras un accidente, y mi mirada lo atrapó. Intentó hablarme, pero no pudo. Al día siguiente, me esperó a la salida. Alto, rubio, con una sonrisa sincera… me gustó al instante.
Nuestra relación avanzó rápido. Era cariñoso, honesto, sabía escuchar. Trabajaba con su padre en una empresa de transportes, pero siempre tenía tiempo para mí.
Cuando le hablé de Daniel a mis padres, mamá se tensó.
—Hola, pasad —dijo fría al verlo.
Durante la cena, papá intentó conversar; mamá apenas habló. Daniel estaba incómodo. Yo, confundida.
Después supe la razón: la madre de Daniel, Ana, fue la mejor amiga de mamá en el instituto… y le robó su novio. Aunque mamá se casó, tuvo una hija (a mí), nunca superó el rencor. Al ver al hijo de su “enemiga”, no pudo ocultar el disgusto.
—O él, o yo —sentenció.
Pero elegí el amor. Se lo conté a Daniel, quien solo encogió los hombros.
—No somos culpables del pasado de nuestros padres. Vivimos nuestro presente.
Habló con Ana. Ella reflexionó un momento:
—Vosotros tenéis vuestra vida. No guardo rencor. Sed felices.
Nos casamos. Mis padres asistieron, pero se mantuvieron en rincones opuestos. Mamá no sonrió en toda la noche. Ana, en cambio, festejó con alegría.
Han pasado meses. Vivimos solos, visitando a ambas familias, pero el silencio entre ellas persiste.
—Quizás con un nieto el hielo se rompa —dice Daniel con esperanza.
Por ahora, somos felices juntos. Y hace poco supimos algo maravilloso: pronto, en nuestro hogar, resonará la risa de un bebé.