Ay, es que solo te quedaste mirando cómo se hundía mi matrimonio: Yo intenté no meterme en la relación de mi hija, y ahora me echa la culpa.
Mi hija Lucía es un huracán. Con mi marido la criamos en paz, en nuestra casa en las afueras de Toledo nunca hubo gritos ni peleas. Pero Lucía heredó el carácter de mi madre: explosivo, ruidoso, testarudo. Mi madre siempre salía con la suya, se ofendía por nada y no escuchaba a nadie. Lucía, aunque ni la conoció, repite sus gestos como un calco. Y eso me rompe el corazón.
Lucía no soporta que la critiquen. Cualquier consejo le entra por un oído y le sale por el otro, o peor, lo toma como un ataque. Mi marido y yo llevamos años intentando reconducirla, pero era como hablarle a la pared. Desde el cole ya sabía manipular a la gente para conseguir lo que quería, con una sonrisa de ángel. Solo escuchaba lo que le convenía, nunca lo que necesitaba oír. Cualquier reproche la hería, provocando lloros y pataletas. La adolescencia fue un infierno. Temía que se juntase con malas compañías, que empezase a fumar o, Dios no lo quiera, que se quedase embarazada. Eso no pasó, pero nos dejó los nervios hechos polvo.
Cuando terminó el instituto, Lucía anunció que ya era mayor y que se iba de casa. Hizo la maleta y, con una amiga, alquiló un piso en el centro de Madrid. Dejó los estudios, diciendo que ganar dinero era más importante. Dos años casi sin vernos. Pocas llamadas, ninguna visita. Envejecí de pura angustia, cada noche esperando una llamada del hospital o la policía con malas noticias. Pero luego todo cambió. Lucía empezó a venir los fines de semana, al principio de vez en cuando, luego más seguido. Tomábamos café, evitando hablar del pasado, y yo soñaba con que la tormenta había pasado.
Intenté enseñarla a cocinar, a llevar una casa, pero me cortaba en seco: «¡Yo ya sé hacerlo todo!». Pronto supimos que Lucía tenía novio: Javier. Un chico tranquilo y amable, que calmaba sus arrebatos con humor. Con él, parecía feliz, más estable. Se casaron al poco, y respiré aliviada, pensando que por fin había madurado. Pero qué equivocada estaba.
Su idilio duró meses. Al final, su verdadero carácter salió a flote. Tras cada pelea con Javier, llegaba a nuestra casa a llorar y se quedaba a dormir. Sabiendo lo mucho que odiaba los consejos, me callaba, observando desde lejos. Una vez juró que no volvería con su marido. Y a los dos días, hacían las paces como si nada. Guardé silencio, temiendo arruinar su frágil felicidad.
Pero la paciencia de Javier no era infinita. Un día, después de otra discusión, Lucía llegó a casa y encontró una nota. Él se había ido, hablando de divorcio. Aquel día, mi hija se desmoronó. Para colmo, la echaron del trabajo. Dos semanas la cuidé como a una niña: cocinaba, charlábamos por las noches, intentando distraerla. Hasta que un día, al entrar en su piso, la vi con una maleta en la mano.
—¡Esto es por tu culpa! —me soltó nada más verme.
—Hola, cariño. ¿Qué pasa? ¿Qué he hecho? —pregunté, desconcertada.
—¡Tú tienes la culpa de que Javier me dejara! Lo veías sufrir conmigo y no hiciste nada.
—Nunca quisiste escucharme. Decías que lo arreglarías sola —le recordé.
—¡Y tú te quedaste de brazos cruzados mientras mi matrimonio se iba a pique! —Cada palabra suya dolía como un cuchillo.
—¡No hables así! Yo no tengo la culpa de vuestras peleas. Sois adultos, vosotros decidisteis. ¿Qué pintaba yo ahí?
—¡Claro, tú nunca pintas nada! ¡Gracias por la «ayuda»! Tenía razón cuando me fui de casa al terminar el instituto. ¡Ojalá no hubiese vuelto! —Y salió disparada, cerrando la puerta con un portazo que hizo temblar los cristales.
Me quedé ahí, helada. Todos esos días la cuidé, respeté su espacio, no me entrometí como ella quería. Pero para ella, soy la causante de todo. Mi niña no ha crecido, sigue buscando a quién echarle la culpa. Me duele que piense que soy mala madre. Pero estoy harta de intentar convencerla. Es su vida, que haga lo que quiera. Pero… ¿por qué duele tanto?