Esta pena no se apacigua
Qué breve es la vida humana. Construimos sueños, gastamos energías y tiempo en cosas que no importan, persiguiendo el éxito, el dinero y la aprobación ajena. Y a aquellos que realmente nos aman, quienes nos dieron la vida y nunca nos traicionarían, inexplicablemente, los relegamos a un segundo plano…
Lo comprendí demasiado tarde.
Mi padre se marchó joven, y mi madre vivía únicamente por mí.
Mi padre falleció cuando yo aún era un niño. Murió a causa de una enfermedad grave, y apenas lo recuerdo. Solo sé que mi madre siempre hablaba de lo bueno que era.
Ella nunca volvió a casarse.
– Solo a él amé – decía. – Y aún lo amo. Creo que algún día volveremos a encontrarnos.
La escuchaba contar sus historias y observaba cómo brillaban sus ojos al recordar el pasado. Ella creía en el amor, en el destino, en los cuentos de hadas.
Sin embargo, su vida tras la muerte de mi padre estuvo lejos de ser un cuento de hadas.
Era mi madre, mi única madre, y me lo dio todo. Trabajaba, cuidaba de mí, se esforzaba para que no me faltara nada.
Y yo…
Olvidé que los padres no son eternos.
Me mudé y comencé una nueva vida, mientras mi madre se quedaba esperando.
Cinco años atrás me casé y me trasladé a otra ciudad.
Tuvimos un hijo: Miguel.
La vida se aceleró. Familia, trabajo, luego un segundo empleo: había que ganar más para mantener al niño, pensar en el futuro.
La llamaba cada vez menos.
Solo visitaba en fiestas.
Ella siempre esperó.
– Todo está bien, hijo – me decía. – Lo importante es que tú estés bien.
Y yo ni siquiera notaba cómo el tiempo se escapaba.
Cómo se alejaba ella.
Una llamada que lo cambió todo
Unos días antes de Año Nuevo, sonó el teléfono.
Vi un número desconocido.
– ¿Hola?
Una voz temblorosa respondió:
– Soy Ramón, su vecino… Su madre ya no está…
Sufrió un infarto. Falleció en el hospital.
Escuché esas palabras, pero no podía aceptarlas.
El mundo se desmoronó en un instante.
Me quedé en pie, sostenía el teléfono y no sabía qué hacer.
Y luego…
Las lágrimas comenzaron a fluir sin control.
Amargas, desgarradoras.
Lloraba no solo por el dolor.
Lloraba por la culpa.
Perdóname, madre…
Perdóname por no estar a tu lado.
Perdóname por no encontrar tiempo para decirte cuánto te quiero.
Perdóname por marcharte sola.
Ahora ya no estás, y la vida nunca será la misma.
Lo daría todo por recuperar un día. Una tarde. Una hora.
Pero el tiempo no vuelve.
Y decir «te quiero» llegó demasiado tarde.