Nunca te olvidaré

Nunca te olvidaré

Lidia Martínez volvía a casa con su abrigo de lana desabrochado, llevando en la mano su cartera gastada, llena de cuadernos de sus alumnos. Toda la tarde la dedicaría a corregir redacciones.

Hacía poco que los brotes hinchaban las ramas de los árboles, y ya asomaban las primeras hojas verdes. La naturaleza despertaba bajo el sol cálido de primavera. Pronto, todo estaría en flor.

Los vecinos la saludaban con respeto al cruzarse con ella. Lidia respondía con una sonrisa discreta. A casi todos les había dado clases de lengua y literatura en el colegio, y ahora enseñaba a sus hijos.

Era menuda y esbelta, con un aire juvenil que, de espaldas, podría confundirse con el de una chica. Y tampoco le faltaba atractivo. Pero, ¿con quién casarse aquí? Así que seguía viviendo sola en una casita de madera en una callejuela estrecha. Se la habían asignado como vivienda social cuando llegó al pueblo, hacía ya veinticinco años, tras dejar atrás la gran ciudad.

El pueblo era pequeño, más bien una aldea grande. Ahora, a los jóvenes profesores les daban pisos en bloques de tres plantas. Pero pocos venían; todos preferían Madrid o Barcelona.

Lidia se había encariñado con su casita y no se atrevía a dejarla. En su tiempo libre, le gustaba cuidar su huerto. Cuando llegó, no sabía ni encender el horno de leña, pero la vida la había enseñado a apañárselas: ahora cavaba la tierra, hacía conservas y hasta fermentaba su propia col.

La vida…
También entonces era primavera. Bajo la ventana de su residencia universitaria, dos chicos discutían sobre cómo se escribía una palabra. Ninguno acertaba. Lidia, cansada de escucharlos, asomó la cabeza y les corrigió.

Uno de ellos, sin perder el tiempo, le pidió que revisara un informe entero. Ella bajó, lo corrigió y les explicó los errores.

—Gracias. Menudo golpe de suerte encontrarte. ¿Cómo te llamas?

—Lidia.

—Yo soy Javier. ¿Vas a ser profesora? Nosotros trabajamos cerca.

—Maestra, mejor dicho —respondió ella, sonriendo.

Javier le gustó. Tenía algo de oso grande, y a su lado se sentía protegida. Cuando le pidió matrimonio, no lo dudó ni un segundo.

A su madre no le cayó bien Lidia.

—¿Qué vas a hacer con ella, leer libros? Seguro que ni sabe cocinar. Vas a pasarlas canutas, hijo. Podrías haberte buscado alguien más sencilla —refunfuñó la suegra después de que Lidia se marchara.

No andaba desencaminada. Lidia solo sabía hacer pasta y tortilla, y hasta eso se le quemaba. Ponía una olla al fuego, se distraía leyendo y solo se acordaba cuando olía a chamusquina.

La suegra, temiendo que su hijo muriera de hambre y ella terminara sin ollas, tomó las riendas de la cocina. Lidia intentó aprender, y Javier, por su parte, mejoró sus modales, vistió más elegante y dejó los tacos. En fin, los primeros años fueron felices.

Al año nació su hijo, tranquilo y serio como el padre. Quizá fue pronto, pero mejor así; después, siendo profesora, habría sido complicado pedir baja en medio del curso.

Con el tiempo, la suegra empezó a quejarse abiertamente de que su hijo se había casado con una inútil. Lidia aguantaba en silencio, aunque por las noches le confesaba a Javier lo mucho que le dolía.

—Lo único que importa es que yo te quiero —él la besaba y la consolaba.

Lidia quería volver a trabajar, así que cuando Jorgito creció, decidió llevarlo a la guardería.

—Ni hablar. Voy a malcriar al niño. Yo me quedo con él —anunció la suegra, dejando su empleo.

Lidia le agradeció el gesto. Por las tardes, corregía cuadernos hasta tarde y preparaba clases. La suegra suspiraba fuerte y hacía comentarios pasivo-agresivos sobre su nuera.

No se supo si por la actitud de su madre o porque Javier se cansó de esforzarse, pero empezó a desaparecer de casa. Volvieron las camisas arrugadas y las palabrotas, y en la cama ya ni la tocaba.

Fue la suegra quien, con mal disimulado regocijo, le contó a Lidia que Javier tenía una amante: la dependienta de la tienda de la esquina, una mujer corpulenta, pelirroja y con ojos muy pintados. No intentaba cambiar a Javier, solo lo atiborraba de comida y lo adulaba.

Lidia le preguntó directamente.

—Perdóname, pero somos muy diferentes —murmuró él, evitando su mirada.

Fue a la Consejería de Educación, explicó su situación y pidió una plaza en otro pueblo.

Era mediados de curso, todo estaba cubierto, pero justo tres meses antes, una joven profesora había huido de un pueblito perdido. Allí le prometieron alojamiento. Lidia no lo pensó dos veces: cogió a su hijo y se marchó.

El pueblo era antiguo, casi una aldea. Su vivienda asignada era una casita de madera con un cobertor medio derruido y leña robada junto a la pared. Superando el miedo, aprendió a encender la estufa, cavar el huerto y apañárselas con el agua fría del pozo. Jorgito, feliz, correteaba por el jardín, persiguiendo a los gatos de los vecinos y escondiéndose entre los arbustos de grosellas.

Javier pagaba puntualmente la pensión, pero nunca fue a ver a su hijo. Se casó con la dependienta y tuvo dos hijas.

Cuando Jorgito terminó el instituto, se fue a la capital a estudiar. Al principio vivió con su padre, pero se quejaba del espacio y de sus hermanastras insoportables. La suegra y la nueva mujer se llevaban tan mal que los vecinos golpeaban las paredes. Javier terminó por alquilarle un piso pequeño a su madre para alejarla del conflicto.

Al principio, Jorgito visitaba a Lidia en vacaciones. Cada vez que cruzaba el umbral, ella se estremecía: era igual que su padre. Ahora trabajaba como ingeniero en una fábrica, estaba casado y veraneaba en la Costa del Sol o en el extranjero. Sano y feliz, pues bien.

Frente a su casa, donde antes había una ruina, ahora construían un edificio nuevo. Lidia se detuvo a mirar cómo un hombre joven, en mangas de camiseta y ya bronceado, colocaba los marcos de las ventanas con destreza.

—¿Te gusta? —preguntó él, al notarla.

—Sí.

—¿Vives en esa casa de ahí? El porche está para arreglar, y el tejado no tardará en gotear.

—Cuando llueve fuerte, ya gotea —admitió ella.

—¿Quieres que lo arregle? —ofreció él.

—¿En serio? ¿Cuánto cobras?

—Llegaremos a un acuerdo. Terminamos aquí en una semana, luego vienen los albañiles. Puedo pasarme antes, ver qué más necesita tu casa.

Lidia se ruborizó. No tendría más de cuarenta, un hombre atractivo. ¿Qué quería de ella? Pronto se jubilaría. Sí, parecía joven, pero…

Se despidió y entró rápidamente en su casa. De pronto, vio todo con otros ojos: el porche torcido, el peldaño roto, la verdura colgando de un solo gozne… Ni se había dado cuenta hasta que él lo mencionó.

Al día siguiente, el hombre revisó la casa con mirada profesional y anotó los materiales necesarios.

—Puedo empezar el sábado. No te preocupes por los materiales, tengo sobrantes de la obra —señaló el edificio nuevo.

—No tengo mucho dinero —confesLidia cerró los ojos, respiró hondo y, con una sonrisa tímida, le tendió la mano a aquel hombre que, sin saberlo, le devolvería la luz que creía perdida.

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