Olga Serrano siempre supo que jamás sería una suegra amargada. Al fin y al cabo, era una mujer amable y sensible, y había criado a su hijo Manuel comprendiendo que algún día formaría su propia familia. Y su hijo no tenía la culpa de nada.
Así que cuando Manuel trajo a su novia, una chica encantadora llamada Lucía, Olga la recibió con los brazos abiertos.
Y Lucía, claro, hizo lo posible por caerle bien. Elogiaba su cocina, decía que tenía un piso precioso y no paraba de soltar piropos. Olga estaba convencida de que no habría conflictos entre ellas.
Lucía y Manuel decidieron irse a vivir juntos. Su hijo insinuó la idea de quedarse con su madre, pero a Olga no le hizo mucha gracia.
—Por supuesto que no os voy a echar, cariño. Pero vamos, vamos… eso es una locura. Los jóvenes y los padres deben vivir separados. Cada uno tiene su ritmo, su silencio… ¡Y dos mujeres en la cocina siempre son multitud!
Manuel escuchó a su madre, pero la realidad era que pagar un alquiler en Madrid le resultaba difícil. Entonces Olga propuso ayudarles hasta que se asentaran.
—Puedo pagar un tercio del alquiler al principio, y luego ya os apañaréis solos.
Manuel aceptó encantado. Y Olga, aunque soltaba los euros, lo veía como un pago a cambio de paz familiar.
Recordaba demasiado bien sus primeros años de matrimonio viviendo con sus suegros. Fue como una pesadilla, y eso que su suegra no era mala persona. Pero aún así, siempre había roces, malentendidos y quejas. Y con la comida, peor: a ella le encantaba el cocido, pero su suegra solo hacía potajes insípidos. Y claro, había que comérselos para no ofender.
Al final, Manuel y Lucía alquilaron un piso cerca de su casa. Olga estaba contentísima. Vivir juntos no, pero ver a su hijo de vez en cuando, sí.
Lucía trabajaba en una guardería y ganaba poco. Manuel tampoco era muy ambicioso; le bastaba con su trabajo en la fábrica.
Nada más mudarse, Olga se ofreció a ayudarles a instalarse.
—¡Ay, gracias! —exclamó Lucía—. El piso está que da miedo, no sé ni por dónde empezar.
Así que Olga agarró bayetas, lejía y buena voluntad, y se puso manos a la obra.
Se le escapó un suspiro al ver cómo limpiaba Lucía. Era evidente que no lo hacía a menudo, y que el esfuerzo la dejaba exhausta.
Diríase que Olga lo hizo todo ella sola. Lucía, eso sí, no paraba de dar las gracias y de decir que tenía que aprender de su futura suegra. Pero Olga estaba tan cansada que apenas la escuchaba.
Al día siguiente, Manuel llamó para quedar el fin de semana.
—¿Podemos pasar por tu casa? —preguntó él.
—Claro, encantada —respondió ella.
Naturalmente, le tocó cocinar. Pero la idea de reunirse le hacía ilusión; quería saber cómo les iba en su nueva vida.
Sin embargo, el ánimo le decayó en cuanto llegaron. Había pasado horas en la cocina: primero plato, segundo, ensalada, entrantes… Y ellos aparecieron con las manos vacías.
No es que esperara regalos, pero… ¿ni unas magdalenas para el café? Parecía de mala educación.
Aunque su hijo y su novia no veían nada raro en ello. Olga se consoló pensando que estarían liados con el pisto… y que el dinero no les sobraba.
—Mamá, ¿nos podemos llevar las sobras? Así no tenemos que cocinar —pidió Manuel después de comer.
Olga suspiró. A ella tampoco le vendría mal no cocinar un par de días, pero por su hijo lo que fuera.
—Claro, lleváoslo todo —dijo.
La situación le escocía un poco, pero intentó no darle vueltas. Los jóvenes quieren disfrutar, no pasarse el día entre fogones. ¿Qué iba a hacer? Ella podía cocinar.
Olga trabajaba desde casa, así que apenas iba a la oficina. Le venía de perlas.
Pero la llamada de la semana siguiente la pilló desprevenida.
—Mamá, ¿puedo pasar a comer? Es que estoy ahorrando y no quiero ir al restaurante.
Olga se quedó sin palabras. No tenía planeado cocinar, pero… ¿cómo le iba a decir que no a su niño?
—Vale, pasa —dijo, resignada, mientras corría a la cocina.
Pensó que sería cosa de una vez, pero Manuel empezó a aparecer cada dos por tres. No solo los alimentos desaparecían como por arte de magia, sino que además la distraía del trabajo.
Pero ella no dijo nada. ¿Qué madre niega la comida a su hijo? Aunque un día, de refilón, le preguntó por qué no se llevaba tupper.
—Es que Lucía casi no cocina… Oye, ¿y si el sábado cenamos en tu casa? ¡Cocinas de rechupete!
—Este sábada no puedo… Me voy con amigas —mintió Olga, sintiéndose un poco avergonzada.
—Vaya, qué pena.
Había que poner freno. Pero no encontraba la forma de decirle, sin sonar egoísta, que aquello no le hacía gracia.
Y el bolsillo lo notaba. Encima, seguía pagando parte del alquiler.
Decidió seguir aguantando. Los fines de semana cocinaría el triple, para que solo tuvieran que calentar. No estaría mal insinuar que compraran algo de comida… Pero tampoco se atrevió.
Así pasaron tres semanas. Manuel llegaba a comer, luego empezó a aparecer Lucía… Y Olga asumió su papel de chef particular sin rechistar.
Hasta que su hijo y su novia se pasaron de listos.
Manuel la llamó para avisarle del cumpleaños de Lucía.
—También te invitamos a ti —dijo alegre.
—Oh, gracias… Pero ¿no vendrán amigos? Yo sobraré.
—¡Qué va! Tú eres parte de la familia.
Olga se derritió. Por unas palabras así, perdonaba casi todo… Pero casi.
—Oye —siguió Manuel—, ¿te importaría venir por la mañana? Para ayudar a Lucía a limpiar y cocinar.
Vaya bajón.
—¿Ella no puede sola? —preguntó Olga, seca.
—No, mujer —se rió él—. No tiene ni idea. Incluso podrías cocinar en tu casa y traerlo. Eso sí, temprano, para que dé tiempo a limpiar. Hay un montón que hacer, y yo por la mañana trabajo.
—¿Y los ingredientes? —preguntó Olga, aún aturdida.
—Pues tú cómpralos. Ya sabes lo que nos gusta —dijo Manuel, como si nada—. Ah, ¿y puedes poner la mesa? Lucía tiene cita en la pelu… Hay que cuadrar los horarios.
Olga llegó al límite. Vaya tela. No es que la quisieran tanto… Es que la habían convertido en su empleada doméstica gratuita. Mamá pone dinero, mamá compra comida, mamá cocina… Y ahora, encima, les iba a fregar el suelo. Menudo chollo.
—Mira, hijo, no voy a ir —dijo.
—¿Por qué? —se extrañó él.
—Iría si fuese una invitada. Pero como limpiadora y cocinera, no.
—Venga, mamá, ¿tan difícil es? No es para tanto.
—¿No es para tanto? ¿Media jornada esclavizada en los fogones no es para tanto? ¡Pues que cocine y limpie Lucía! ¡Si es su cumple! ¡Y los ingredientes cuestan un dineral! ¿O pensáis reembolsarme?
—Es que ahora mismo no tenemos… —empezó a justificarse.
—Si Lucía tiene para la pelu, tendrá para la comida. Y otra cosa: no vuelvas a comer aquí. ¡No soy unOlga colgó el teléfono, respiró hondo y decidió que, por primera vez en mucho tiempo, pondría sus necesidades por delante de las de su hijo, porque si no, Manuel nunca aprendería a ser un adulto de verdad.