Vicente Herrera nunca pensó que acabaría sus días en una residencia de ancianos. Al final del camino, uno descubre si crió bien a sus hijos.
Vicente miraba por la ventana de su nuevo “hogar”, una residencia en un pueblecito de Castilla, y no podía creer cómo la vida lo había llevado hasta allí. Afuera, la nieve caía suavemente, cubriendo las calles de un manto blanco, pero en su corazón solo había frío y vacío. Padre de tres hijos, jamás imaginó que su vejez sería así: solo, entre paredes ajenas. Hubo un tiempo en que su vida estaba llena de luz: una casa cálida en el centro de Toledo, su esposa Amalia, sus tres hijos, risas y prosperidad. Trabajó como ingeniero en una fábrica, tenía un coche, un piso amplio y, sobre todo, una familia de la que se enorgullecía. Ahora, todo eso parecía un sueño lejano.
Vicente y Amalia criaron a un hijo, Javier, y a dos hijas, Lucía y Carmen. Su hogar siempre estuvo lleno de alegría, donde vecinos y amigos se sentían bienvenidos. Les dieron educación, cariño y valores, pero hace diez años, Amalia falleció, dejando a Vicente con el corazón destrozado. Aun así, esperaba que sus hijos fueran su apoyo… pero el tiempo le demostró lo equivocado que estaba.
Con los años, Vicente se volvió invisible para ellos. Javier, el mayor, se marchó a Alemania buscando mejor sueldo, se casó, formó una familia y triunfó como arquitecto. Mandaba mensajes cada tanto, incluso visitaba alguna vez, pero últimamente las llamadas eran pocas. “Trabajo, papá, ya sabes”, decía, y Vicente asentía, tragándose el dolor.
Las hijas vivían cerca, en Toledo, pero sus vidas eran un ajetreo sin fin. Lucía, con su marido y dos niños, y Carmen, absorbida por su carrera. Llamaban una vez al mes, pasaban un rato, pero siempre con prisas: “Lo siento, papá, tengo mil cosas”. Vicente observaba por la ventana: la gente cargada con regalos, las luces navideñas. Era 23 de diciembre. Mañana era Nochebuena… y su cumpleaños. El primero que pasaría solo, sin felicitaciones, sin cariño. “No le importo a nadie”, susurró, cerrando los ojos.
Recordaba cuando Amalia decoraba la casa para Navidad, los gritos de emoción de los niños al abrir los regalos. Antes, su hogar rebosaba vida. Ahora, solo silencio y nostalgia. “¿En qué fallé? —pensaba—. Amalia y yo lo dimos todo por ellos, y ahora estoy aquí, como un trasto olvidado”.
A la mañana siguiente, la residencia bullía de actividad. Familiares llegaban con dulces y risas, pero Vicente permanecía en su habitación, contemplando una foto vieja. De pronto, alguien llamó a la puerta. Su corazón se aceleró.
“¡Feliz Navidad, papá! ¡Y feliz cumpleaños!”.
Era Javier, alto, con algunas canas, pero con la misma sonrisa de siempre. Lo abrazó con fuerza, y Vicente, entre lágrimas, apenas podía hablar.
“¿Javi? ¿Eres tú? ¿No es un sueño?”.
“Claro que soy yo, papá. Llegué ayer para darte la sorpresa. ¡No sabía que estabas aquí! Mis hermanas no me dijeron nada…”.
Vicente bajó la mirada. No quería quejas ni peleas, pero Javier no se lo permitió.
“Papá, recoge tus cosas. Esta noche nos vamos. Vivirás conmigo, con mi familia. Lena, mi mujer, está deseando conocerte, y mi hija Martina sueña con su abuelo”.
“¿A Alemania? Pero, hijo, soy muy viejo…”.
“Tonterías. No eres viejo, y además, allí te cuidaremos. ¡Vamos! Te mereces algo mejor”.
Los demás residentes murmuraban: “Menudo hijo tiene el señor Herrera. ¡Un hombre de verdad!”. Esa misma tarde, Vicente salió de la residencia. En Alemania, bajo otro sol, entre risas y besos, volvió a sentirse querido.
Dicen que solo al final sabes si criaste bien a tus hijos. Vicente lo entendió: Javier era el hombre que siempre deseó que fuera. Y ese fue el mejor regalo de su vida.