Ya no viviré la vida de otros.
Margarita llegó a casa tarde. El crepúsculo ya envolvía las calles. Se detuvo en el umbral, con su bolso en la mano, y con una firmeza inesperada anunció:
—Pido el divorcio. Puedes quedarte con el piso, solo devuélveme mi parte. No lo necesito. Me voy.
Víctor, su marido, se dejó caer en el sillón, desconcertado.
—¿Adónde vas a ir? —preguntó, parpadeando sin entender.
—Eso ya no es asunto tuyo —respondió ella con calma, sacando una maleta del armario—. Primero me quedaré en la casa de campo de una amiga. Después, ya veremos.
Él no entendía qué ocurría. Pero ella ya lo tenía todo decidido.
Tres días antes, el médico, revisando sus análisis, le había dicho en voz baja:
—En su caso, el pronóstico no es favorable. Máximo ocho meses… Con tratamiento, quizás un año.
Salió de la consulta como si flotara. La ciudad bullía, el sol brillaba. En su mente resonaba: «Ocho meses… ni siquiera llegaré a mi cumpleaños…».
En un banco del parque, un anciano se sentó a su lado. Permaneció en silencio, disfrutando del calor otoñal, hasta que de pronto habló:
—Quiero que mi último día sea soleado. Ya no pido mucho, pero un rayo de sol es un regalo. ¿No le parece?
—Lo sería si supiera que este es mi último año —susurró ella.
—Pues no lo deje todo para después. Yo tuve tantos “después” que podrían llenar una vida. Pero no pude.
Margarita lo escuchó y comprendió: su vida entera había sido para otros. Un trabajo que odiaba pero al que se aferraba por seguridad. Un marido que hacía diez años era un extraño: infidelidades, frialdad, indiferencia. Una hija que solo llamaba para pedir dinero o favores. Y para ella… nada. Ni zapatos, ni descanso, ni siquiera un café en una terraza, sola.
Había guardado todo para “después”. Y ahora ese “después” quizás no llegaría. Algo dentro de ella hizo *clic*. Volvió a casa y, por primera vez, dijo “no”. A todos.
Al día siguiente, pidió una excedencia, retiró sus ahorros y partió. Su marido intentó razonar, su hija llamó con exigencias… pero ella respondió con calma y firmeza: “No”.
En la casa de campo de su amiga reinaba el silencio. Envuelta en una manta, pensó: *¿Así termina todo? No he vivido. Solo he existido. Para los demás. Ahora, es para mí.*
Una semana después, Margarita voló a la costa. En un café frente al mar, conoció a Jorge. Escritor. Inteligente, amable. Hablaron de libros, de personas, del sentido de la vida. Por primera vez en años, rió sin preocuparse por lo que pensaran.
—¿Y si nos quedamos aquí? —propuso él una tarde—. Puedo escribir en cualquier sitio. Y tú serás mi musa. Te quiero, Margarita.
Ella asintió. ¿Por qué no? Le quedaba tan poco tiempo. Que al menos fuera feliz, aunque fuera breve.
Pasaron dos meses. Se sentía estupendamente. Reía, paseaba, preparaba café por las mañanas, inventaba historias para los vecinos del café. Su hija primero protestó, luego cedió. Su marido le devolvió su parte. Todo se calmó.
Una mañana sonó el teléfono.
—¿Margarita López? —era la voz alterada del médico—. Perdone, hubo un error… esos no eran sus análisis. Está perfectamente. Solo es agotamiento.
Ella guardó silencio, después rió, fuerte, auténtica.
—Gracias, doctor. Acaba de regalarme la vida.
Miró a Jorge, dormido, y fue a preparar café. Porque ya no tenía ocho meses por delante, sino toda una vida.