«¡Jamás volverás a tocar a mi hijo ni a ver a tu nieto!» — la historia de una suegra que destruyó una familia
Las relaciones entre una mujer y su suegra son distintas en cada caso. Para algunas son cálidas y respetuosas, para otras, apenas tolerables. Pero existen historias tan difíciles de creer que solo al vivirlas se entiende su verdadero infierno. Así le ocurrió a mi amiga Lucía, cuya vida se convirtió en una batalla sin fin contra una mujer que, día tras día, envenenaba su existencia.
Cuando Lucía conoció a Javier, ella apenas tenía veintiún años. Él era mayor, había pasado por un matrimonio fallido y criaba a dos hijos de su primera esposa. A pesar de la diferencia de edad y experiencia, entre ellos brotó un amor intenso. Creían que podrían superar cualquier obstáculo —la sombra del pasado, los juicios ajenos—. Pero hubo una fuerza que no lograron vencer: la madre de Javier, Carmela.
Desde el principio, esta mujer no ocultó su desprecio. Todo le molestaba: la juventud de Lucía, su sencillez, su forma de hablar, su deseo de amar. La suegra sembraba pequeñas crueldades, arrancándole las sonrisas del rostro, como si buscara razones para herirla. Lucía intentó adaptarse, convencida de que ganaría su afecto. Se equivocó.
Primero, Carmela llevó un gatito a su casa, sabiendo perfectamente que Lucía era alérgica y que ya tenían un gato adulto y un perro. El hogar se convirtió en un caos de celos entre animales. Luego, la suegra comenzó a deshacerse de objetos «innecesarios»: libros, una guitarra, incluso regalos personales de Lucía, argumentando que «con un bebé no hay tiempo para música ni lecturas». Pero lo peor fue su reacción al embarazo.
Cuando Lucía tuvo que guardar reposo, Carmela se instaló como la dueña de la casa. Cortó la ropa de cama nupcial para hacer trapos, tiró parte de la ropa. La joven, embarazada, se sentía herida, asustada, excluida en su propio hogar. Pero lo peor estaba por venir.
Cerca del final del embarazo, decidieron terminar unas reformas. Javier pidió ayuda a su madre. Ella llegó y, de inmediato, exigió que Lucía —de ocho meses— encalara los techos. Cuando Lucía se negó educadamente, alegando su estado, Carmela soltó una risa fría:
—Antes las mujeres parían en el campo y seguían trabajando con el azadón, pero tú eres una delicada, siempre buscando excusas.
Javier guardó silencio. Y en ese silencio hubo un golpe más fuerte que cualquier palabra.
Tras el parto, Lucía regresó a casa con el corazón roto. Se sentía una intrusa. Y cuando descubrió agujas escondidas en la manta que Carmela le había regalado para el bebé, el terror la paralizó. Se lo mostró a su marido, pero él le dijo que «era imaginación suya». Lucía no pudo contenerse: arrojó la manta al fuego y miró cómo ardían su miedo, su fe y su paciencia.
Pasaron semanas. El dolor de espalda era insoportable, y tenía que llevar al niño al médico. Sin ayuda. Entonces Javier llamó a su madre. Carmela llegó con aire de mártir. Todo el camino al hospital no cesó de criticar: «Eres débil, Lucía. Mi hijo merecía una mujer más fuerte, más lista. Tu único talento es quejarte».
Lucía apretó los puños. Solo pensaba en que el niño pasara la revisión.
De vuelta a casa, sin esperar el semáforo en verde, Carmela cruzó la calle con el bebé en brazos bajo un coche que frenó en seco. Los cláxones sonaron, alguien gritó insultos, y Lucía quedó petrificada en la acera, paralizada por el horror.
Entonces, todo estalló.
Allí mismo, sin contener las lágrimas ni la voz, gritó:
—¡Casi matas a mi hijo! ¡Envenenas mi vida desde el primer día! ¡Recuerda esto, Carmela! ¡Jamás volverás a verlo, ni a tocarlo! ¡Eres una extraña para mí! ¡Me da igual que seas su abuela!
Y entonces soltó lo que llevaba meses guardando:
—¿O es que querías que no saliera viva del hospital? ¿Las agujas en la manta no fueron un accidente? ¿Has estado haciendo brujería? ¿Querías que desapareciera, como tu nuera anterior?
Carmela no respondió. Lucía se dio la vuelta y se marchó.
A los meses, el matrimonio se rompió. Javier nunca eligió un bando. Siguió defendiendo en silencio a su madre, ignorando el dolor de la mujer a quien juró proteger. Lucía se fue con su hijo, llevándose consigo lo único que importaba: su dignidad y la certeza de que su niño merecía crecer en amor, no bajo la sombra de una abuela tóxica.
Ahora vive sola. Trabaja. Alquila un piso. Cría a su hijo. Y, pese a todo, dice: «Elegí la libertad. Elegí la salud —la mía y la de mi niño—. No volveré a vivir con miedo. Ni por mí, ni por él».
¿Tú perdonarías a una suegra así? ¿O también habrías puesto punto final?