Nunca más

**Nunca más**

Tras salir del trabajo, Lucía pasó por el supermercado. No tenía ganas de cocinar, pero había que dar de cenar a Alejandra. Compró un paquete de macarrones y unas salchichas. Su hija, desde pequeña, no quería otra cosa. También echó al carrito un brick de leche y una barra de pan.

En la caja se formó una pequeña cola. Delante de Lucía, un hombre corpulento, con una chaqueta negra y un gorro de lana de esos ridículos, de colores chillones y con pompón. *«Menudo estilazo. Seguro que se lo ha tejido su mujer. Qué arte tienen algunas para disuadir a la competencia»*, pensó, clavando la mirada en aquel adefesio de lana.

El hombre se giró, como si hubiera sentido el peso de sus ojos. Lucía apartó la vista de inmediato. *«Bueno, al menos no tiene cara de tonto»*, se concedió, un poco más generosa. Pero el tipo volvió a mirarla.

—Me vas a taladrar la espalda con la mirada—dijo.

—Será que hay algo que ver. Como si no tuviera otra cosa que hacer—refunfuñó ella, ofendida.

La cola no avanzaba. La irritación le subía por dentro. Y el gorro, ahí, dando el pego. Le entraron ganas de dejar la compra y salir escopeteada, pero no había otro súper cerca de casa. *«Siempre igual. Si hay un hombre delante, la cola se eterniza. Ahora vendrá lo de “Deme los Ducados mentolados. ¿No hay? Pues los Fortuna azules”*—imaginó con voz ridícula—. *Y luego, el drama de buscar las monedas en el bolsillo, como si fuera una expedición al Amazonas»*.

Y así fue. El hombre alzó la chaqueta y empezó a rebuscar en los ajustados vaqueros. Lucía soltó un suspiro exagerado.

—¿Tienes prisa? Pasa tú—dijo el *Gorro de lana*, apartándose.

Lucia encogió los hombros y ocupó su lugar. El hombre, al fin, sacó unas monedas, recogió su modesta compra y se alejó.

Cuando le tocó a ella, la cajera pasó los productos mientras Lucía rebuscaba en el bolso, sin éxito, la cartera.

—Señora, ¿no podría ir más rápido? Hay que tener el dinero preparado—reclamó alguien desde atrás.

—¿Se te ha perdido la tarjeta?—preguntó *Gorro de lana*, con una sonrisa burlona.

Lucía ni lo miró, siguió hurgando.

—Yo pago—le dijo él a la cajera.

—¡No hace falta!—exclamó ella, colorada—. Ya la tengo. Perdón.

Pasó la tarjeta por el datáfono, aliviada, recogió las bolsas y salió casi corriendo. *«¿Qué me pasa? ¿Por qué me obsesiona ese gorro horrible? Si le gusta, que lo lleve. Estoy hecha un basilisco»*, se regañó camino a casa.

*«Es culpa de Emilio. Y parecía que todo iba bien… hasta que no. Se fue con una veinteañera que se quedó embarazada. “Hice lo correcto, me casé con ella”*, dijo. ¿Y su hija creciendo sin padre? Eso no le importó. Y yo, a punto de cumplir los cuarenta. ¡Cuarenta! Dios, qué horror…

Al menos nos dejó el piso. Algo es algo. Pero ¿por qué siempre nos toca sufrir? Todos igual. Los que no ponen cuernos son raros, o tan listos que no los pillan. Pero llegados a los cuarenta, se les va la olla con las jóvenes. Y nosotras, ¿qué?»*, mascullaba, conteniendo las lágrimas.

Al llegar al portal, quiso llamar al ascensor, pero este se detuvo con un chirrido. Las puertas se abrieron y salió un tipo borracho, despeinado y con olor a tabaco barato. Lucía entró y arrugó la nariz. *«Todos igual. O bebidos o de juerga. No los soporto»*.

El ascensor llegó a su piso con un temblor. Las llaves se le engancharon en los guantes, a punto de caer al suelo sucio. Tras una batalla campal con el bolsillo del abrigo, al fin abrió la puerta…

Alejandra estaba en su habitación, haciendo los deberes. Alzó la vista y la miró con algo entre indiferencia y fastidio.

—Mamá, necesito dinero para el teatro. El sábado vamos con el instituto—anunció, como si fuera una orden.

—Ahora hago la cena—respondió Lucía, yéndose a la cocina sin mirarla.

*«Otra vez dinero. Como si lo imprimiera. Ahora con un solo sueldo… La hipoteca, la comida… Cada céntimo duele»*. Llenó una olla de agua, mirando al vacío, como si alguna divinidad invisible la escuchara.

—Mamá, ¿y lo del teatro?—Alejandra apareció en la puerta, marcando una página con el dedo.

—Mañana saco dinero—suspiró Lucía, sin volverse.

Satisfecha, su hija desapareció.

*«A ver cuánto le dura. Joven y guapa no va a estar siempre. Con el bebé, no tendrá tiempo ni de peinarse… Y él, que ya pasa de los cuarenta. Le va a tocar cambiar pañales en plena crisis de los cincuenta»*. Se interrumpió. *«Dios, ¿por qué sigo pensando en él? Ni que fuera Brad Pitt»*.

Después de cenar, se sentó al ordenador. Encendió la lámpara de mesa. Un zumbido, un clic, y se apagó. *«¡Esto es el colmo! La compré la semana pasada. ¿Qué más va a pasar hoy?»*. Probó cambiar la bombilla, pero nada. *«Mañana la devuelvo. Si encuentro el ticket»*. Pero no lo encontró. Seguro que lo tiró con la caja.

Al día siguiente, tras el trabajo, Lucía recogió la lámpara y fue a la tienda de electrónica de enfrente. Pesaba un montón. Menos mal que estaba cerca.

En la entrada, fumando, estaba *el del gorro de lana*. Lucía le lanzó una mirada de desprecio y entró.

El hombre la siguió y se colocó detrás del mostrador. Al ver su cara de sorpresa, esbozó una sonrisa.

—Compré esto aquí la semana pasada—dijo ella, con tono de *esto no se discute*, y dejó la lámpara sobre el mostrador.

—¿Guardó el ticket?—preguntó él, impasible—. No me extraña que esté soltera. Con ese genio…

—¿Y usted qué sabe?—Lucía casi se atraganta con la indignación.

—Si tuviera marido, él habría traído la lámpara o la habría arreglado—razonó el hombre, como Sherlock Holmes.

—Está ocupado. Con la tesis doctoral—improvisó ella—. No tengo ticket. ¿Así que no me la cambian? Pues váyase a freír espárragos.

—Déme su dirección. La arreglo y se la llevo. O pase mañana—la llamó cuando ya giraba hacia la puerta.

—Como si fuera a ir otra vez cargando con esto—masculló—. Piso enfrente, número 96.

Al salir, pensó: *«Vaya, resulta que la compré aquí. No le reconocí. La vez anterior no llevaba el gorro ridículo. Tiene ojos inteligentes… Y parece educado»*. Sonrió al imaginar que la lámpara volvería a funcionar. Y gratis.

En el espejo del recibidor, se observó. El pelo sin gracia, la mirada apagada, la boca en línea recta. *«Parece que me ha pasado un camión porAl año siguiente, en esa misma tienda de electrónica, Lucía compró un gorro de lana ridículo para su futuro marido, y esta vez, fue ella quien lo tejó.

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