Nunca más
Tras salir del trabajo, Marta entró en un supermercado. No le apetecía cocinar, pero Lucía, su hija, tenía que cenar. Compró un paquete de macarrones y unas salchichas. Desde pequeña, Lucía no quería comer otra cosa. También cogió un brick de leche y una barra de pan.
En la caja se había formado una pequeña cola. Delante de Marta había un hombre corpulento con una chaqueta negra y un gorro de lana con pompón. “Parece joven, pero lleva ese gorro ridículo. Seguro que su mujer se lo hizo. Vaya forma de estropear a un hombre para que ninguna otra mujer se fije en él. Me gustaría ver su cara, seguro que parece un niño grande”, pensó, clavando la mirada en aquel gorro de rayas coloridas.
El hombre se giró, sintiendo su mirada. Marta apartó los ojos rápidamente. “No está mal, no parece tonto”, pensó, algo más condescendiente. Él volvió a mirarla.
—¿Me vas a taladrar con los ojos o qué? —dijo.
—Si hubiera algo que mereciera la pena mirar. No tengo nada mejor que hacer —respondió Marta, irritada.
La cola no avanzaba. Dentro de ella crecía la frustración. Y aquel gorro… Le entraron ganas de dejar la compra y marcharse, pero no había otros supermercados cerca de casa. “Siempre que hay hombres en la cola, tardan una eternidad. Seguro que ahora se pondrá a elegir tabaco: ‘Dame los azules con la franja roja. ¿No? Pues los blancos con la pegatina verde’. —Marta imitó mentalmente su tono de voz—. Luego buscará las monedas en todos los bolsillos. Como si no pudiera tenerlas preparadas…” Suspiró.
Y así fue. El hombre de delante se levantó la chaqueta y empezó a rebuscar en los bolsillos ajustados de sus vaqueros. Marta soltó un suspiro exagerado.
—¿Tienes prisa? Pasa tú primero —dijo el del gorro, apartándose.
Marta se encogió de hombros y ocupó su sitio. El hombre, al fin, sacó las monedas, guardó su modesta compra y se alejó.
Cuando le tocó a ella, la cajera pasó los productos mientras Marta revolvía su bolso buscando la tarjeta.
—Señora, ¿no puede ir más rápido? Hay que tener el dinero listo —gruñó alguien detrás.
—¿Perdiste la tarjeta? —preguntó el del gorro con sorna.
Marta ni siquiera lo miró, siguiendo su búsqueda.
—Yo pago —le dijo él a la cajera.
—¡No hace falta! —exclamó Marta, sonrojada—. Ya la encontré. Perdone. Pasó la tarjeta por el datáfono, aliviada. Recogió sus bolsas y salió del súper. “¿Qué me pasa? ¿Por qué me obsesiona ese gorro horrible? Si le gusta, que lo lleve. Estoy amargada, irritable”, se regañó mientras caminaba a casa.
“Todo por culpa de mi marido. Y vivíamos bien. ¿O solo me lo parecía? Se fue con una chiquilla que quedó embarazada. Hizo lo ‘decente’ y se casó con ella. Pero no pensó en que su hija crecería sin padre. Y yo pronto cumpliré cuarenta. ¡Cuarenta! Dios, qué mayor…
Nos dejó el piso, se compró su libertad. Algo es algo. ¿Por qué sufrimos nosotras por ellos? Todos son iguales. Los que no engañan son contados, o lo hacen sin dejar a la familia. A los cuarenta les atraen las jovencitas. ¿Y nosotras qué? ¿Cómo sobrevivimos?” Marta mantenía ese monólogo interno, conteniendo las lágrimas.
Entró en el portal y llamó al ascensor, pero este se detuvo con un chirrido. Las puertas se abrieron y salió un hombre borracho y despeinado. Marta entró y arrugó la nariz. Olía a alcohol barato y tabaco, lo que aumentó su irritación. “Todos iguales: bebiendo o de juerga. No los soporto.”
El ascensor llegó a su planta y las puertas se abrieron con estruendo. Buscó las llaves en el bolsillo del abrigo, enredándose con los guantes. Finalmente, abrió la puerta…
Lucía estaba en su habitación, haciendo los deberes. Levantó la vista del libro y miró a su madre. Marta notó algo entre desdén e irritación en sus ojos.
—Mamá, necesito dinero para el teatro. El sábado vamos con la clase —dijo con tono exigente.
—Ahora hago la cena —respondió Marta, yéndose a la cocina.
“Otra vez dinero. Como si lo imprimiera. Ahora solo hay mi sueldo. El piso, la comida… Cada euro cuenta.” Llenó una olla de agua, quejándose mentalmente de la injusticia.
—Mamá, ¿y lo del teatro? —Lucía apareció en la puerta, marcando la página del libro con un dedo.
—Mañana saco dinero —susurró Marta sin mirarla.
Lucía, satisfecha, desapareció.
“Veremos cuánto le dura. No será joven y guapa para siempre. Cuando tenga el niño, se le acabará el tiempo para arreglarse, noches sin dormir… Y él, por cierto, ya tiene más de cuarenta. Que le den. A su edad, debería pensar en nietos, no en hijos. Dios, ¿por qué sigo pensando en él? Ni lo merece.”
Después de cenar, se sentó ante el ordenador y encendió la lámpara de mesa. Sonó un chasquido y la luz se apagó. “Vaya, todo a la vez. La compré hace una semana. ¡Qué día!” Intentó cambiar la bombilla, pero nada. “Mañana la llevaré a la tienda a ver si me la cambian. Ojalá encuentre el ticket.” Pero no lo encontró. Seguro que lo tiró con la caja.
Al día siguiente, tras trabajar, volvió a casa, cogió la lámpara y fue a la tienda de electrónica de enfrente. La lámpara pesaba, pero al menos no tenía que ir lejos.
En la entrada, fumaba el mismo hombre del gorro ridículo. Marta le lanzó una mirada despectiva y entró en la tienda vacía.
El del gorro entró detrás y se colocó tras el mostrador. Al ver su sorpresa, esbozó una sonrisa.
—Esto. Lo compré aquí la semana pasada —dijo Marta, mostrando su irritación. Dejó la lámpara encima.
—¿Guardó el ticket? —preguntó él sin pestañear—. No me extraña que no tenga marido. Con ese carácter…
—¿Quién dice que no lo tengo? —Marta trabó la respiración, indignada.
—Si lo tuviera, él traería la lámpara o la arreglaría —dedujo con una sonrisa.
—Está ocupado. Escribiendo su tesis —improvisó ella—. No tengo ticket. ¿Así que no me la cambian? No quiero una lámpara rota. Dio media vuelta.
—Dígame su dirección, la reparo y se la llevo. O pase mañana —la llamó él.
—Como si fuera a cargar con ella. Vivo enfrente, piso 96 —respondió antes de salir, empujando la puerta con ira.
“Vaya, resulta que le compré la lámpara a él. No lo reconocí. No llevaba el gorro ridículo. Tiene ojos inteligentes. Parece decente.” Volvió a casa contenta de que la arreglaría. Gratis.
En el recibidor, se miró al espejo. El gorro le tapaba los ojos, la mirada apagada, los labios apretados. Parecía insignificante, arrugada. Y nadie en el trabajo le había dicho lo mal que se veía. Así era la solidaridad femenina.
“Tengo la culpa de que mi marY así, mientras el sol se ponía sobre el mar aquel verano, Marta comprendió que la vida, a veces, te devuelve la sonrisa cuando menos lo esperas.