–¡Lidia Martínez, cómo ha podido permitir esto! –gritaba indignada la vecina Valentina Jiménez, agitando las manos en el pasillo de la casa de vecindad–. ¡Usted es una madre! ¿Cómo puede mirar con tanta indiferencia lo que le pasa a su hija?
–¡Baja la voz, por Dios! –susurró Lidia, mirando alrededor–. ¡Vas a despertar a todo el edificio con tus gritos!
–¡Me da igual! ¡Que todo el mundo sepa qué clase de madre es! ¡Adriana lleva tres meses sin salir de su habitación, apenas come, y usted finge que no pasa nada!
Lidia apretó los labios y entró en su cuarto, cerrando la puerta de golpe. Valentina se quedó un momento más en el pasillo antes de irse, resoplando con fuerza.
La habitación estaba sofocante y en silencio. Adriana yacía en la cama, vuelta hacia la pared, fingiendo dormir. Su madre abrió la ventana de par en par, dejando que el aire fresco del otoño entrara, moviendo las cortinas.
–Adriana, levántate. Es hora de comer –dijo Lidia con suavidad.
La joven no se movió. Su madre se acercó y se sentó al borde de la cama.
–Sé que no duermes. Hablemos, ¿vale?
–¿De qué vamos a hablar? –respondió Adriana con voz ronca, sin voltearse–. Ya todo ha pasado.
–Pasó, sí, pero la vida sigue. Hay que tomar una decisión.
Adriana se giró bruscamente. Su rostro estaba pálido, los ojos hinchados de tanto llorar.
–¿Qué decisión, mamá? ¿Cuál? ¡Él se casa con otra la próxima semana! ¡Con esa Lucía de la universidad! ¡Y yo, como una tonta, esperaba a que terminara la carrera!
–Mi niña, ¿por qué te atormentas así? –Lidia le acarició el pelo–. Quizá no era el destino. Encontrarás a otro, uno mejor.
–¿A otro? –Adriana se incorporó, mirando a su madre con ojos vacíos–. Mamá, no lo entiendes. Yo…
Se interrumpió y volvió a girarse hacia la pared.
–¿Qué pasa, hija? Dime qué ocurre.
–Nada. Solo duele mucho.
Lidia suspiró y se levantó.
–Bueno, descansa un poco. Pero esta noche cenarás, ¿entendido? Te has quedado en los huesos.
Su madre salió a preparar la comida. Adriana se quedó mirando al techo, con una punzada en el vientre. Colocó una mano sobre su abdomen, acariciándolo por encima del fino camisón.
–¿Qué vamos a hacer? –susurró.
En la cocina, sonaban las cacerolas y algo se freía en la sartén. Olía a cebolla y patatas. A Adriana le revolvía el estómago, como llevaba semanas ocurriéndole.
Por la noche vino tía Clara, la hermana menor de su madre. Era enfermera en el hospital y la única de la familia con formación médica.
–Bueno, Lidia, ¿cómo sigue nuestra enferma? –preguntó al quitarse el abrigo en el recibidor.
–Sigue ahí tumbada, sin comer. Me está matando a disgustos –se quejó Lidia.
–¿La has llevado al médico?
–¿Y cómo? Si no quiere ni levantarse.
Tía Clara entró en la habitación de Adriana.
–Hola, sobrina. ¿Cómo estás?
–Bien –murmuró Adriana, sin mirarla.
–Vamos, dime la verdad –insistió Clara con firmeza, tomándole la muñeca para tomarle el pulso–. ¿Cuándo comiste algo decente por última vez?
–No lo recuerdo.
–¿Y tu última regla?
Adriana se estremeció y la miró de reojo.
–No… no me acuerdo.
–¿Cómo que no? Piensa.
–Hace… mucho. Dos meses, quizá.
Clara frunció el ceño.
–Adriana, levántate. Vamos al baño.
–¿Para qué?
–Hay que comprobar algo.
A regañadientes, Adriana se incorporó. Las piernas le temblaban, y por un momento todo se oscureció.
–Ay… –se apoyó contra la pared.
–¿Qué pasa?
–Me mareo.
Tía Clara la ayudó a llegar al baño y cerró la puerta.
–Desvístete –ordenó.
–Pero… ¿por qué?
–Haz lo que te digo.
Adriana obedeció, y Clara la examinó con detenimiento.
–Vístete.
Regresaron a la habitación. Clara se sentó en la silla, mirándola fijamente.
–Adriana, dime la verdad. ¿Tuviste relaciones con ese muchacho?
La joven enrojeció hasta las orejas.
–¿A qué te refieres?
–Sabes perfectamente a lo que me refiero. ¿Hubo intimidad entre ustedes?
Adriana bajó la cabeza y asintió.
–Sí.
–¿Y tomaron precauciones?
–Él decía que lo tenía controlado, que sabía lo que hacía…
–Ya veo. Adriana, estás embarazada.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire como una sentencia. Adriana permaneció inmóvil, como si no las hubiera entendido.
–¿Qué? –balbuceó al fin.
–Estás embarazada. De tres meses, al menos.
Adriana cubrió su rostro con las manos y rompió a llorar. Clara se acercó y la abrazó.
–Vamos, tranquila. No llores así.
–¿Qué voy a hacer ahora? –sollozó Adriana–. ¡Él se casa con otra! ¡Y yo… yo…!
–Primero, hay que confirmarlo del todo. Mañana iremos al médico. Luego veremos.
–¿Y si mi madre se entera?
–De momento, no le digas nada a nadie.
Clara se marchó, y Adriana pasó la noche en vela, sin saber qué pensar. Recuerdos de Víctor, de sus promesas de boda cuando terminara la universidad, le daban vueltas en la cabeza.
A la mañana siguiente, fueron al hospital. El médico confirmó lo que Clara ya sabía: catorce semanas de embarazo.
–¿Qué hacemos ahora? –preguntó Clara al salir de la consulta.
–No lo sé –respondió Adriana, desolada–. En serio, no lo sé.
–Habla con ese chico. Quizá recapacite al enterarse.
–No, tía. No lo hará. Él ama a otra.
–¿Cómo lo sabes? Tal vez solo le asustó la responsabilidad. Muchos hombres son así.
Adriana negó con la cabeza.
–Los vi juntos. Él la mira de otra forma, no como me miraba a mí. Es amor verdadero.
–Entonces debes decidir sola. Tenerlo y criarlo tú, o…
–¿O qué?
–Bueno, ya me entiendes. Hay formas de interrumpirlo.
Adriana se estremeció.
–Es pecado.
–Pecado o no, solo tienes una vida. Piensa si podrás sola, sin apoyo.
Volvieron en silencio en el autobús. Adriana miraba por la ventana los árboles otoñales y el cielo gris. Dentro de ella crecía una vida, y no sabía qué hacer con ella.
En casa, su madre notó al instante su turbación.
–¿Qué ocurre? ¿Dónde habéis estado?
–En el médico –dijo Clara–. Tiene anemia. Hay que tratarla.
–Me lo imaginaba. Está pálida como la cera.
Adriana se encerró en su cuarto. Las dos hermanas quedaron hablando en la cocina.
–Clara, ¿qué pasa de verdad con la niña? –preguntó Lidia en voz baja.
–Lo que te dije. Anemia.Y años después, con los nietos corriendo a su alrededor, Adriana a veces miraba al vacío, recordando aquel secreto que nunca compartió, el eco de una vida que pudo ser y no fue.