Nunca nos conocimos…
Lucía supo desde el principio cuál era su lugar en la vida de Pablo. No su esposa, no la madre de sus hijos, no su elección legítima. Sino su amante. La mujer en quien encontraba refugio para el alma y el cuerpo. La mujer a quien visitaba no por obligación, sino por la ligereza y el silencio que ella le brindaba.
No pidió nunca nada. Ni un divorcio, ni promesas. Solo un poco de calor. Aceptaba a Pablo tal como era: casado, distante, pero amable con ella. A veces le traía comida, otras le ayudaba con algún arreglo en casa. En ocasiones, le tomaba la mano y le decía que la amaba. Y con eso bastaba.
Lucía no se veía como una destructora de familias. No había arrebatado a nadie. Fue Pablo quien decidió ir a su encuentro. Quien la eligió. Ella solo estuvo ahí. Sin exigencias.
Pasó el tiempo. Pablo llegaba con regularidad. Le traía flores, a veces compraba algo para sus hijos—no los de ella, claro. Los suyos propios. Lucía no tenía hijos. Los médicos lo habían dejado claro años atrás: infertilidad. Eso había arruinado su único matrimonio.
Hasta que llegó el milagro. Auténtico, inexplicable. El embarazo. Casi a los cuarenta. Ella lloró de felicidad. Sus padres, al enterarse de que serían abuelos, ni siquiera preguntaron quién era el padre. Simplemente se alegraron. Prometieron ayudarla. Y Lucía… estaba segura: Pablo no la abandonaría. La amaba. Se lo había dicho decenas de veces.
—Pide el divorcio—le dijo un día—. Seremos una familia de verdad.
Él guardó silencio. Luego respondió:
—Necesito tiempo… No puedo hacerlo así de repente.
Lucía le dio una semana. Y luego otra. Pero Pablo comenzó a desaparecer. A callar. A no responder. Se esfumaba después del trabajo, ponía excusas, no llamaba. Hasta que un día, ella fue a su casa. Se quedó frente al portal. No pudo evitarlo.
—¡¿Qué haces aquí?!—se enfureció Pablo al verla.
—Esperarte.
—¡Me estás agobiando! ¡No escuchas! ¡Te dije que esperaras! ¡Me pones en un compromiso, me presionas!
Lucía calló. Lo miró y ya no lo reconocía.
—Entonces, ¿no estarás con nosotras?—preguntó en voz baja.
Él apartó la mirada. Y entonces ella pronunció las palabras que lo borrarían de su vida:
—Nunca nos conocimos. Olvídame. Olvídanos. Ya no existe un “nosotros”.
Se marchó. No volvió la vista atrás.
Lucía dio a luz a una niña. Hermosa, de rizos dorados, con los ojos de Pablo. Pero cuando la tomaba en brazos, solo sentía amor. Nada más. Ni miedo, ni dolor, ni arrepentimiento. Solo felicidad.
Pablo intentó contactarla varias veces. La llamó. Quiso ver a su hija. Lucía se negó.
—Tomaste tu decisión—dijo—. No necesitas recordarnos que existes. Ella tiene un padre. Un padre de verdad.
No mentía. Medio año después, conoció a un hombre. Sereno, tranquilo, algo mayor. No hizo preguntas innecesarias. Simplemente las amó a ambas. Y la niña, sin dudar, lo llamó “papá”. Todo fluyó de manera natural, como si alguien, desde arriba, hubiera decidido que ahora todo sería como debía ser.
Pasaron dos años. Era primavera. El parque estaba lleno de vida. Pablo caminaba por el sendero, perdido en sus pensamientos, cuando de repente la vio. A Lucía. Con un hombre. Y con una niña.
El hombre cargaba a la pequeña, que reía y jugueteaba con su pelo. Lucía, con un vestido ligero, los observaba feliz y murmuró:
—Dale un beso a papá, cariño. Mira, está cansado de cargarte.
Pablo se detuvo en seco. El aire le faltó. No podía movirse. Era ella. Su hija. Su niña. Igual que sus propios hijos—de rizos dorados, luminosa, llena de vida. Y junto a ella, un hombre ajeno. Y Lucía, que ya no le pertenecía.
Ella lo vio. Sus miradas se cruzaron. Pero Lucía apartó los ojos. Como si no lo reconociera. Como si él nunca hubiera formado parte de su vida.
Pablo lo entendió: había cumplido su palabra. Realmente, nunca se habían conocido.
Y nunca lo harían.