Vale, pues imagínate, Elena Martínez ya estaba en camisón, liándose la coleta para dormir, cuando sonó el teléfono. El pitido arrancó del silencio del piso, haciéndola llevarse un susto. Mira que eran ya las diez menos cuarto.
—¿Sí? —Silencio al otro lado—. ¿Dígame? ¿Quién es?
—¿Mamá? —La voz era apenas un susurro, como si temiera que la oyeran.
—¿Lucía? Pero ¿qué pasa? ¡Sabes que no me gusta que llamen a deshora! —Elena se sentó en la cama, apretando el auricular—. ¿Estás bien?
—Sí… Bueno, no… Mamá, ¿puedo ir a tu casa? Ahora mismo?
Había algo en la voz de su hija que le encogió el corazón a Elena. Lucía nunca pedía ayuda, siempre se las había apañado sola, muy orgullosa de ser independiente.
—Claro, cariño, ven. Pero ¿qué ha pasado?
—Luego te cuento. Salgo ya.
El tono de llamada sonó. Elena se quedó un rato con el teléfono en la mano antes de colgar y encaminarse a poner la tetera. Lucía vivía en otro barrio de Madrid, como cuarenta minutos en autobús si no hay atasco. Así que en una hora estaría aquí.
Sacó las tazas buenas del aparador, esas que guardaba para las visitas, cortó limón y puso unas galletas en un plato. Las manos le temblaban un poco; un mal presentimiento no la dejaba.
Lucía llegó antes de lo esperado. Cuando Elena abrió la puerta, su hija estaba en el umbral, con los ojos llorosos y el pelo revuelto. Traía una bolsa deportiva.
—Ay, mi niña… —Elena la abrazó, notando que temblaba—. Pasa, pasa rápido. El té está listo.
Se sentaron en la cocina. Lucía bebía su té en silencio, con algún sollozo de vez en cuando. Elena esperaba, sin atreverse a preguntar. Su hija hablaría cuando estuviera preparada.
—Me pega, mamá —dijo al fin Lucía, tan bajito que su madre apenas la oyó—. No es la primera vez.
Elena dejó la taza, sintiendo un frío que le subía por el pecho.
—¿Que te pega? ¿Javier? ¡Pero qué dices!
—¿Que miento, acaso? —Lucía levantó la cabeza de golpe. Tenía un moratón bajo el ojo, mal tapado con maquillaje—. ¡Mira, para que veas!
—Dios mío… —Elena alargó la mano, pero Lucía se apartó.
—¡No me des pena! Me la busqué yo. Creí que después de la boda cambiaría, que se calmaría… Soy idiota, mamá, idiota.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? Podríamos…
—¿Y qué habrías hecho? —Lucía soltó una risa amarga—. Habrías dicho que aguantara por la familia, por los niños. Siempre has dicho: te casas una vez y para siempre.
Elyn bajó la mirada. Era verdad, siempre lo había pensado. Ella misma había vivido cuarenta años con el padre de Lucía, aunque no fue fácil. Aguanto sus borracheras, su mal humor, su desdén. Creía que era lo normal.
—¿Y los niños?
—En casa de su madre. Les dije que iba a pasar unos días con la abuela. —Lucía se secó los ojos con la manga—. No quiero que me vean así. Sofía sólo tiene siete años, y Pablo… él ya nota que en casa las cosas no van bien. Ayer preguntó por qué papá grita a mamá.
—¿Y tú qué le dijiste?
—Que papá venía cansado del trabajo. —Lucía apretó los puños—. Aprendiendo a mentirles. Qué bien, ¿eh?
Elena se levantó y se acercó a la ventana. Afuera caía una llovizna, las farolas se reflejaban en los charcos. Cuántas veces ella misma se había quedado mirando por esta ventana cuando su marido no volvía o lo hacía borracho y malhumorado. Cuántas veces pensó en irse, pero se quedó. Por su hija, creía entonces.
—¿Y él dónde está ahora?
—En casa. Dormido. Se emborrachó y se durmió. —Lucía respiró hondo—. Mamá, ya no puedo más. No quiero que mis hijos crezcan así. ¿Recuerdas cómo me asustaba cuando tu padre volvía borracho? Me escondía en el armario y rezaba para que no me gritara.
—¡Tu padre nunca nos levantó la mano!
—Pero gritaba, que los vecinos nos golpeaban la pared. Y tú lo disculpabas, lo aguantabas todo. Yo entonces creía que eso era normal, que todos los hombres eran así. —Lucía miró a su madre—. No quiero que Sofía crea que es normal permitir que un hombre te humille.
Elena volvió a la mesa y se sentó frente a su hija.
—Pero ¿no es siempre así? Recuerdo lo bien que os iban los primeros años. Él te quiere…
—¡Mamá! —Lucía golpeó la mesa con el puño—. ¡Eso no es querer! Un hombre que quiere no le levanta la mano a una mujer. ¡Nunca! ¡Bajo ningún pretexto!
—¿Y si lo enfadaste tú antes?
—¿Que lo enfadé yo? —Lucía se levantó y empezó a dar vueltas por la coc
Al día siguiente, mientras preparaban tortilla para los niños antes de ir al colegio, sonó el timbre de la calle y al abrir, vieron a Alejandro plantado en el rellano con el ceño fruncido y una mirada que hizo que Lola se estremeciera, pero esta vez Carmen no dudó en ponerse delante de su hija y decir con voz firme que nunca le había sonado tan bien cerrar una puerta en la vida.