**Nunca Más**
Lola llegó al supermercado después del trabajo. No tenía ganas de cocinar, pero Lucía, su hija, necesitaba cenar. Compró un paquete de espaguetis y salchichas, la comida favorita de su niña desde pequeña. También agarró un cartón de leche y una barra de pan.
En la cinta de la caja se formó una pequeña cola. Delante de ella, un hombre corpulento con una chaqueta negra y un gorro de lana con pompón. «Con lo joven que parece y va con ese gorro. Seguro se lo hizo su mujer. Ay, las cosas que hacemos para espantar a la competencia», pensó Lola, clavando la mirada en aquel gorro ridículamente colorido.
El tipo se giró, sintiendo el peso de su mirada. Ella apartó los ojos al instante. «Bueno, no parece un inepto», se consoló. Pero él volvió a mirarla.
—¿Me vas a hacer un agujero con la mirada? —dijo.
—Si tuvieras algo interesante que ver, quizá. Pero no tengo nada mejor que hacer —refunfuñó Lola, irritada.
La cola no avanzaba. La rabia crecía dentro de ella. Y ese gorro… Le entraron ganas de dejar la compra y largarse, pero no había otro supermercado cerca. «Siempre igual. Cuando hay hombres en la cola, es para horas. Ahora vendrá lo de elegir tabaco: “¿Me das los azules con la franja roja? No. Pues los blancos con la pegatina verde”. Imaginó su voz en tono burlón—. Luego buscará las monedas como si fueran un tesoro escondido».
Y así fue. El cliente de la caja se sacó la cartera de los vaqueros y empezó a revolver. Lola suspiró con fuerza, teatral.
—¿Tienes prisa? Pasa tú —dijo el del gorro, apartándose.
Ella se encogió de hombros y ocupó su lugar. Finalmente, el hombre reunió el dinero exacto, recogió sus pocas cosas y se marchó.
Llegó su turno. La cajera pasaba los productos, pero Lola rebuscaba en su bolso sin encontrar la tarjeta.
—Señora, ¿no puede ir más rápido? Hay que sacar el dinero antes —reclamó alguien desde atrás.
—¿Se te perdió la tarjeta? —comentó el del gorro, con sorna.
Lola ni siquiera lo miró. Seguía hurgando.
—Yo pago —le dijo él a la cajera.
—¡No hace falta! —protestó Lola, colorada—. Ya la encontré. Gracias. Pasó la tarjeta, aliviada. Recogió la compra y salió casi corriendo. «¿Qué me pasa hoy? Que lleve el gorro que quiera. Estoy amargada, de verdad», se regañó camino a casa.
Todo era culpa de su ex. «Y parecía que éramos felices. ¿O solo era yo? Se fue con una veinteañera que quedó embarazada. Muy caballero, se casó con ella. En qué quedamos los cuarenta, ¿eh? ¡Cuarenta! Madre mía, qué mayor soy… Nos dejó el piso, al menos. Menos da una piedra. ¿Por qué nos hacen esto? Todos igual. Los que no engañan se cuentan con los dedos. A los cuarenta les da por las niñas. ¿Y nosotras qué?». El monólogo interno terminó con los ojos llorosos.
Entró en el portal y llamó al ascensor, pero este chirrió y se abrió para dejar salir a un señor achispado. Al subir, el olor a tabaco barato y alcohol le revolvió el estómago. «Todos igual: o borrachos o de juerga. Qué asco».
El ascensor se detuvo en su planta. Lola sacó las llaves del bolsillo del abrigo, peleando con los guantes. Al fin abrió la puerta…
Lucía estaba en su cuarto, estudiando. Alzó la vista con una expresión entre molesta y desinteresada.
—Mamá, necesito dinero para el teatro. El sábado vamos con la clase —exigió.
—Ahora hago la cena —contestó Lola, yéndose a la cocina.
«Más gastos. Y yo no imprimo billetes. Con una sola nómina… Luz, agua, comida. Cada euro duele». Mientras llenaba la olla, se quejaba mentalmente de la vida.
—Mamá, ¿y lo del teatro? —Lucía apareció en la puerta, marcando la página del libro con el dedo.
—Mañana saco dinero —respondió Lola sin mirarla.
Satisfecha, Lucía desapareció.
«A ver cuánto le dura lo de la nueva. Joven y guapa no es para siempre. Con el bebé, se le hundirá el mundo. Y él no es un chaval, tiene más de cuarenta. Le va a caer su merecido. Aunque… ¡bah! ¿Por qué pienso en él? Demasiado honor».
Después de cenar, encendió la lámpara del escritorio. Sonó un chasquido, y la luz se apagó. «¡Vaya día! La compré hace una semana». Intentó cambiar la bombilla, pero nada. «Mañana la cambio. Si encuentro el ticket…». Spoiler: no lo encontró.
Al día siguiente, cargó con la lámpara hasta la tienda de electrónica de enfrente. En la entrada, el del gorro fumaba un cigarrillo. Lola lo miró con desdén y entró.
Él la siguió y se colocó tras el mostrador. Al ver su cara de sorpresa, sonrió.
—Compré esto la semana pasada —dijo Lola, irritada, dejando la lámpara frente a él.
—¿Guardó el ticket? —preguntó él, imperturbable—. No me extraña que esté sola. Con ese carácter…
—¿Quién dice que estoy sola? —se ahogó Lola.
—Si tuviera marido, él traería esto o lo arreglaría —razonó él con una sonrisa.
—Está ocupado. Con su tesis doctoral —improvisó ella—. Sin ticket, ¿no me la cambian? No quiero una lámpara rota. Dio media vuelta.
—Déme su dirección. La reparo y se la llevo. O pase mañana —la llamó él.
—No voy a cargar con esto otra vez. Vivo ahí enfrente, piso 96 —dijo, empujando la puerta con rabia.
«Vaya. Resulta que le compré la lámpara a él. No lo reconocí sin el gorro ridículo. Tiene ojos inteligentes. Y parece educado…». Volvió a casa contenta: la lámpara sería reparada. Gratis.
En el espejo del recibidor, se vio demacrada. La mirada apagada, el pelo sin gracia… «Tengo pinta de amargada. Y nadie en el trabajo me dijo nada. Vaya solidaridad femenina».
«Es mi culpa que mi ex se fijara en otra. Ella seguro se arregla. Uñas largas, tacones… A los hombres les gusta eso. Y yo siempre en vaqueros. Basta. Es hora de cuidarme. Para fastidiarle».
A la mañana siguiente, se puso un vestido y se maquilló. Lucía la miró sorprendida.
—Qué bien. Cambia también el pelo.
Lola se volvió.
—Y te brillan los ojos. ¿Hay hombre nuevo? —preguntó Lucía, maliciosa.
—Para mí sola —dijo Lola, mirándose—. Aunque… ¿un corte?
En el trabajo, todos notaron el cambio. Los cumplidos mejoraron su ánimo.
En casa, cocinó patatas con cebolla. Su ex odiaba el ajo y la cebolla… Ahora sabía por qué: no quería mal aliento. Su «ángel» probablemente sólo comía aire.
El aroma llenó la casa. Lucía apareció enseguida.
—¿Qué celebramos?
—Nada. Pon la lavadora, por favor.El aroma de las rosas que le había regalado el hombre del gorro seguía flotando en el aire cuando Lola comprendió que, tal vez, no todos los hombres eran iguales, y que merecía dejar atrás el miedo para volver a ser feliz.